martes, 13 de septiembre de 2016

ROMA (II)


El Vaticano por el contrario es un p☆☆☆ parque temático, un bosque de antenas con pañuelos atados en el extremo a modo de estrella de Belén a las que siguen aborregados los turistas. Magnífica metáfora del fenómeno religioso. Un negocio millonario. Colas con las que comprendes el concepto de eternidad en toda su dimensión. Y todo para disfrutar un minuto de la genialidad de Miguel Ángel o Rafael mientras te empuja la fila y te vocea el personal del museo pidiendo silencio con malas formas.
Si el Trastévere es un monumento a la autenticidad esto lo es a la falsedad. Estoy en la Disneylandia del catolicismo. A las mujeres se les pide absurdamente que se cubran los hombros. A todos que no hagamos fotos para podérnoslas vender ellos. Coca Cola a 8 euros en la cafetería. Caja para subir a la cúpula a pie..en ascensor..caja para el museo..caja..caja. Y a mi alrededor lujo milenario excesivo y obsceno. Estoy rodeado de cuerpos desnudos cubiertos por mentes reprimidas. 

Menos mal que a cambio ponen a mi disposición algunas de las mejores obras de arte de la historia de la humanidad.

ROMA (I)


Asomarse al Trastévere es sobrevolar el bullicio del barrio, oír a sus vecinos hablar a gritos desde la mañana por las ventanas. Es compartir las campanadas de Santa María y los pitidos de claxon de los coches apretados en tres filas en una calle pensada para dos y aún así ser agradable como un viejo brasero en casa de la abuela. Es empaparse de la lluvia fina de su día a día. Es mirar anónimamente por sobre los sonidos de la realidad. Los de los mil quinientos scooters por minuto, las risas y voces, los paraguas que igual sirven a su dueño para hurtar la lluvia que el sol romano inmisericorde, el agudo pito nocturno de los pequeños camiones de la basura dando marcha atrás lentamente, las paredes desconchadas de sus casas a medio abandonar nadando entre estar de moda entre los jóvenes estudiantes extranjeros y la decadencia del olvido de los suyos. Esa decadencia tan diferente y a la vez tan la misma que la de la ciudad vieja de la Habana, la Alfama en Lisboa, la tacita de plata, Santa Cruz en Sevilla o cualquier calle de Oporto.
Pasan por debajo las ambulancias, los tranvías y los borrachos verdaderos. Esos que no vuelven de madrugada de ninguna fiesta. Porque todo aquí es genuino y cambia al cruzar la isla tiberina y bañarte en el tráfago de japoneses apresurados seguidores de pañuelos atados al extremo de una antena portada por la mano de una guía desganada.
El Trastévere es la verdad absoluta. La vida real. El ombligo del mundo. Es el deja vu de haber vivido antes en sus calles.
La casa de Dante arrinconada como un cacharro viejo es su entrada. El Obitorio (que en las guías se llama Pannetoni pero los transtiberinos siguen describiendo por sus mesas de marmol) su propio templo vestal al que volver siempre a por la mejor pizza de Roma. Y la Taberna Mercanti... el ara en que adoran a sus particulares lares y penates bajo las hiedras y la ropa tendida.
El Trastévere es un pizzero cansado fumando en camiseta blanca, un puesto de flores, un aria nocturna de alguien que se afeita tras una ventana, unos rieles sobre el empedrado antiguo de adoquines, un tocón tallado, alguien sentado a la puerta de su negocio en una banqueta, una ferretería que se mantiene milagrosamente con un cliente a la semana que compra un pomo de puerta. Es la vida pasando lenta sin importar lo que suceda mas allá de si misma.
Al otro lado del Tíber. Al lado correcto.