Una vez fue la casa de alguien. Fue el lugar
de sus mañanas y los fríos de su hija. Los trabajos y sudores de un padre, los
cuidados de una madre.
Corretearon un día por sus estancias los
juegos de un niño. La vida, la muerte, los días, puede que el hambre y la
desesperanza, pero sobre todo la alegría, la cotidiana alegría minúscula que es la única que
vale.
Alguien levantó sus muros, puso sus piedras, clavó sus tablas, colocó sus
vigas.
Fue una vez la casa de alguien. Vivió allí.
Pasaron años,
celebraciones, amores, tristezas.
Aquellas fueron las paredes de la vida de
alguien.
De ellas colgó sus cuadros, guardo allí sus humildes preciados
tesoros.
A su puerta dejó alguien más de una vez sus penas antes de entrar
sonriendo.
En mejorarla empeñó sus horas. Tal vez fue regalo de boda.
Esas tablas vieron sus llantos, fueron un
día la casa de alguien.
Fueron su palacio y su jaula, su destino y su suerte.
Fue su felicidad y su desgracia. Fue su horizonte y su todo.
Alguien salía por esa puerta, y se
alegraba en su sol una mañana.
Alguien miró desde su veranda al sol del amanecer o al ocaso, alguien labró los
campos que había debajo de ella en la ladera,
alguien se sintió guapa en la fiesta del pueblo tal vez rondada.
Hasta que quedó vacía de manos, de pies, de voces y palabras.
Llena de muerte, de vacío y de espanto, de soledad y ruina,
hueca de
arrugas viejas y fuegos en su cocina.
Pero recuerda que hubo un día que esa fue la casa de alguien.
Hay un Manitú en las cosas. Nos vamos deshaciendo e impregnándolas con nuestro ser. Y ese aroma del alma, esos restos de nosotros, entran por los poros de los objetos y las paredes para quedarse ahí y que sigamos en el mundo de esa manera cuando nos hayamos ido. Y así, cuanto más tiempo pasamos en un lugar, más de nosotros se adhiere a sus elementos y quedamos en ese sitio de algún modo. Así lo llamaban los indios americanos: Manitú.
Ellos creían, y a mí me gusta hacerlo también, que en cada cosa se iba depositando algo de las experiencias y esencia de lo que sucedía a su alrededor. Según su creencia cada objeto recogía de algún modo espiritual algo de su portador, de su poseedor aunque fuera temporal, y lo almacenaba haciéndolo suyo y siendo transformado por ello de modo que fuera distinto que antes de ser "tenido" por esa persona. La posesión de una cosa (su tenencia misma.., sujetarlo por ejemplo) aportaba a aquello algo de ti. Por eso era tan curioso su sentido de la propiedad, porque eran los objetos los que poseían a las personas de ese modo. Un arco era de alguien porque tenía algo suyo en su madera y los nervios y tendones que lo formaban. Y también del árbol que había dado la rama. Y también del ciervo que había vivido para ser ahora cuerda tensa. Y del ave cuya pluma lo adornaba. Por eso era tan importante pasarse ciertos objetos considerados mágicos de padres a hijos como tradición y herencia en su sentido más hermoso y por eso valoraban tanto los objetos que perduraban. Si en una piedra quedaba algo de quien la había simplemente pisado mucho más en el tipi que varias generaciones habían compartido y en que se había vivido durante años.
Tengo la sensación de que perdemos esa relación con las cosas. Algo más trascendente que el mero uso. Siempre he sentido ese Manitú en algunos lugares y sitios. En las paredes de una casa, en un objeto antiguo que alguien usó. Un trozo de roca de recuerdo de un lugar especial no solo lo es como tal sino por todo lo que pasó en ese sitio. A veces el "peso histórico" de un lugar se siente. Esas sensaciones te hacen saber que estás vivo. Por eso me gusta tocar los sitios. Para dejar algo de mí mismo si no para siempre al menos para más que lo que yo viviré.
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" El sol entraba alegremente en aquella galería. Milésimas motas de polvo danzaban en el aire como galaxias en el universo. Eran intensos los colores de los geranios en el alfeizar, y su aroma a fresco verde y rojo inundaba el aire de primavera. Del patio llegaban, como siempre por esas fechas, los zureos y el canto del canario de la vecina. Pronto volverían su nieto y su marido del paseo."
Aquellas escaleras tenían 26 peldaños. Ni uno más. Luego seguían hasta el segundo y el tercero.. creo que no había un cuarto. Sueño con aquellos escalones de madera a menudo. Los veo. En realidad siguen ahí con el pozo como en el poema, pues la casa, abandonada hace décadas, no ha encontrado comprador que pague la millonada que vale ahora el solar en pleno centro de la ciudad y está cerrada esperando la piqueta que la derribe. Mejor. Pues habrían derribado mi infancia y mis recuerdos (en breve lo harán sin preguntarme) para construir un hotel o algo similar allí donde fui feliz. A veces paso ante esa puerta aún hoy y me sucede algo extraño: La reconozco por una parte, por otra reniego de que aquellas habitaciones hoy vacías puedan ser el lugar en que fui tan dichoso. Es como mirar las oquedades de una calavera pensando en todas las cosas que una vez miraron los ojos que las ocuparon o los pensamientos que habitaron aquel cráneo. No quiero tener la posibilidad de ceder a la tentación de entrar y ver su estado actual. Quiero guardarla idealizada.
26 peldaños. Recuerdo ese detalle. Los conté mil veces al subirlos de dos en dos o tratar de bajar los diez últimos de golpe. Nunca mejor dicho. No los he vuelto a ver desde entonces y sin embargo estoy seguro de que siguen allí, tras la puerta del portal de la calle condenada que miro con curiosidad cada vez que paso ante ella más de treinta años después de la última vez que la crucé. Preguntándome como estará todo ahora y a la vez no queriéndolo saber para no romper la magia del recuerdo de la infancia. Veo sobre ellos a mi Yaya de rodillas. Está fregándolos. Las vecinas se repartían entre ellas la limpieza del portal. Nunca le vi hacerlo pero tengo la imagen en la retina de la imaginación. Es curioso que jamás pasara de aquel rellano. No subí en toda mi infancia más allá del primero. En juegos tal vez en alguna ocasión con mis hermanos. No me hacía falta. Todo mi mundo existía en ese primer piso al que se accedía desde el nivel de la calle dejando al lado los buzones verdes del portal y el pasillo que se internaba hasta el patio de luces y aquel pozo. Nunca tuve curiosidad ni me imaginé quienes vivirían más arriba de mi nivel de felicidad ni cómo serían sus vidas. Ni alimentó ese lugar mi mente con historias truculentas o fantasiosas a las que era muy dado como sí lo hicieron otros sitios. Tal era el poder de la felicidad que emanaba de aquel hogar.
Sí visité a menudo a la señora Rosario, que vivía enfrente de mis Yayos y cosía. Me cuidaba cuando no estaba mi abuela por haber salido a un recado o llegaba yo antes del colegio que ella de la compra. Su casa era melliza de la de mi abuela. Como un espejo en su disposición. Justo contrarias. Era soltera y vivía con su madre y su tortuga hasta que ambas murieron. Hace años me enteré de que había fallecido y sentí tristeza por las veces que me acarició la cabeza mientras yo sabía que estaba pensando en lo que podía haber sido si no se hubiera quedado soltera. La vida es una mierda. Cuando creces te das cuenta. Se porta mal con mujeres amables que pudieron haber sido grandes madres y se murieron deseándolo, y da hijos a otras que no saben el valor del don que les ha sido concedido.
Comía a diario con mis abuelos maternos. Ese es el sitio al que vuelvo en mis pensamientos si me preguntan por mi lugar favorito. Mi magdalena, mi trineo, mi infancia...