viernes, 27 de mayo de 2016

LA MIRADA DE LA NIÑA DE LA BICICLETA





Con su uniforme negro su tronco sobresalía erguido por la portilla superior de la torreta. Su mirada era triste y lejana. Casi perdida. Ensimismada en sus propios pensamientos mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.
El soldado no se tenía por mala persona. Lo creía sinceramente y se lo repetía con frecuencia para recordárselo. En aquellas circunstancias era un ejercicio de conciencia necesario.
Francia había sido un buen destino. El paisaje de aquella parte del mundo era hermoso aun en aquel momento. El mar, la campiña, el azul especial de ese cielo, los colores y las fragancias. Sabía cuánto iba a echar de menos todo aquello. En todo caso aquella fase y lugar casi no habían parecido una guerra. La ocupación había sido fácil. Y la Francia de Vichy un lugar acogedor para los invasores que habían cohabitado con la población sin problemas. Un destino cómodo. En los permisos oía hablar a sus compañeros de otros escenarios y se sabía afortunado. Desde que se alistó solo había tenido que estar allí. No había disparado un solo obús siquiera en el avance. Estaba seguro de que una guerra no era eso. Aun así añoraba su propio paisaje y su Alemania natal.
Pensaba en todas aquellas cosas mientras su división panzer se retiraba cumpliendo órdenes. Lo bueno se acaba. Nadie sabía dónde los enviarían. Al frente ruso, se rumoreaba. Temía que la guerra de verdad para él iba a empezar ahora. El camino estaba lleno de polvo mientras las tropas y los tanques avanzaban a paso cansino hacia el este entre alamedas y fresnos que hacía pocas horas habían estado cubiertos de hojas. Los árboles tristes al borde estaban desmochados y sin ramas ahora. Tronzadas unas horas antes ahora vestían los carros de combate. La vegetación servía de pobre camuflaje. Los que iban a pie flanqueando la larguísima fila de blindados se iban tragando el polvo levantado. A la vez producían más con su caminar sin prisas mientras se alejaban sin ganas de aquel paisaje. Los uniformes grises de la infantería se cubrían con aquella nube sin que se notara cambio alguno en el tono de la tela.

Una niña sobre una bici le miraba desde abajo al borde de la carretera. En la torreta hacía calor y se había asomado a mirar aquellos campos tan hermosos por última vez. La mirada de la joven ciclista no decía nada. No había amabilidad de despedida, ni rencor hacia el ocupante, ni curiosidad, ni victoria sobre el enemigo que se retira. Era solamente la mirada de una niña agotada de la guerra. Él no era mala persona, volvió a pensar para sus adentros. Todo lo bueno que una guerra te deja ser.
El tanquista pensó en ella. No estaba enamorado de Anette, pero había sido una buena compañera ese tiempo. La noche anterior se habían despedido. Era una superviviente. Sus palabras tiernas eran falsas. Lo sabía, aunque le agradaba el calor que producían igualmente. Puede ser que hubiera habido un atisbo de enamoramiento momentáneo, pero ambos sabían instintivamente lo que había, y que las circunstancias de aquella invasión cambiaban todos los puntos de vista, los códigos y escalas de valores de los tiempos de paz. Y las necesidades. Mientras había durado también le había agradado su compañía. Y el sexo con el que ambos huían y se refugiaban mutuamente de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Había sido como una laguna fresca en el verano.
No había ido a verle partir con su ejército. Se habían despedido la noche anterior a tientas en la oscuridad del molino de su padre. En silencio. Casi sin palabras. Solo ellos y aquel vino. Pensó que recordaría el resto de su vida aquel sabor pastoso en su paladar y el gusto de su cuerpo tibio sobre el suelo, de su piel por última vez. Un último regalo -medias, conservas, cigarros y bombones- a cambio de sus abrazos y de aquellos besos con aroma a adiós definitivo.
No fue a despedirle junto a sus compañeros. Preferían evitar las habladurías en el pueblo. Pero ya era tarde. Todo el mundo sabía lo de la hija del panadero y el cabo alemán.

Ella no se lo dijo nunca. Se fue sin saberlo y no lo supo jamás. Aquel día le vio por última vez alejarse sobre su carro de combate. Él estaba de espaldas. No la miraba y no se dio cuenta. Tampoco esta vez la vería llorar. Siempre la había visto sonriendo. Se iba entre nubes de polvo y chirridos por la lejanía del camino que daba salida al pueblo. Mientras desde la ventana de su cuarto le contemplaba alejándose supo que nunca volvería a verlo pero no se lo iba a decir. Criaría sola a su hijo.

En pocos meses tuvo que huir de su pueblo, repudiada por sus vecinos que la habían rapado la cabeza completamente y paseado así por las calles bajo una lluvia de coles podridas escoltada por sus captores. Valientes compatriotas. Cobardes que habían pretendido justificar su silencio cómplice posicionándose agresivamente contra cuanto sonara a colaboracionista. Escarnecida y humillada en público por amante de los nazis. 

Su hijo fue todo lo que le quedó de aquella guerra. Y los recuerdos de aquel vino pastoso, aquellos bombones fugaces y aquellos besos furtivos. Nunca le volvió a ver ni supo de él. No supo si lo consiguió, si superó la guerra, si sobrevivió. Ella sí lo logró.