Con su
uniforme negro su tronco sobresalía erguido por la portilla superior de la
torreta. Su mirada era triste y lejana. Casi perdida. Ensimismada en sus
propios pensamientos mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.
El
soldado no se tenía por mala persona. Lo creía sinceramente y se lo repetía con frecuencia para recordárselo. En aquellas circunstancias era un ejercicio de
conciencia necesario.
Francia había sido
un buen destino. El paisaje de aquella parte del mundo era hermoso aun en aquel
momento. El mar, la campiña, el azul especial de ese cielo, los colores y las
fragancias. Sabía cuánto iba a echar de menos todo aquello. En todo caso
aquella fase y lugar casi no habían parecido una guerra. La ocupación había
sido fácil. Y la Francia de Vichy un lugar acogedor para los invasores que
habían cohabitado con la población sin problemas. Un destino cómodo. En los
permisos oía hablar a sus compañeros de otros escenarios y se sabía afortunado.
Desde que se alistó solo había tenido que estar allí. No había disparado un
solo obús siquiera en el avance. Estaba seguro de que una guerra no era eso. Aun
así añoraba su propio paisaje y su Alemania natal.
Pensaba en todas aquellas cosas mientras
su división panzer se retiraba cumpliendo órdenes. Lo bueno se acaba. Nadie
sabía dónde los enviarían. Al frente ruso, se rumoreaba. Temía que la guerra de
verdad para él iba a empezar ahora. El camino estaba lleno de polvo mientras
las tropas y los tanques avanzaban a paso cansino hacia el este entre alamedas
y fresnos que hacía pocas horas habían estado cubiertos de hojas. Los árboles
tristes al borde estaban desmochados y sin ramas ahora. Tronzadas unas horas
antes ahora vestían los carros de combate. La vegetación servía de pobre camuflaje.
Los que iban a pie flanqueando la larguísima fila de blindados se iban tragando
el polvo levantado. A la vez producían más con su caminar sin prisas mientras
se alejaban sin ganas de aquel paisaje. Los uniformes grises de la infantería
se cubrían con aquella nube sin que se notara cambio alguno en el tono de la
tela.
Una niña sobre una bici
le miraba desde abajo al borde de la carretera. En la torreta hacía calor y se
había asomado a mirar aquellos campos tan hermosos por última vez. La mirada de
la joven ciclista no decía nada. No había amabilidad de despedida, ni rencor
hacia el ocupante, ni curiosidad, ni victoria sobre el enemigo que se retira.
Era solamente la mirada de una niña agotada de la guerra. Él no era mala
persona, volvió a pensar para sus adentros. Todo lo bueno que una guerra te
deja ser.
El tanquista pensó en ella. No estaba enamorado de Anette, pero había sido una buena compañera ese tiempo. La noche anterior se habían despedido. Era una superviviente. Sus palabras tiernas eran falsas. Lo sabía, aunque le agradaba el calor que producían igualmente. Puede ser que hubiera habido un atisbo de enamoramiento momentáneo, pero ambos sabían instintivamente lo que había, y que las circunstancias de aquella invasión cambiaban todos los puntos de vista, los códigos y escalas de valores de los tiempos de paz. Y las necesidades. Mientras había durado también le había agradado su compañía. Y el sexo con el que ambos huían y se refugiaban mutuamente de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Había sido como una laguna fresca en el verano.
El tanquista pensó en ella. No estaba enamorado de Anette, pero había sido una buena compañera ese tiempo. La noche anterior se habían despedido. Era una superviviente. Sus palabras tiernas eran falsas. Lo sabía, aunque le agradaba el calor que producían igualmente. Puede ser que hubiera habido un atisbo de enamoramiento momentáneo, pero ambos sabían instintivamente lo que había, y que las circunstancias de aquella invasión cambiaban todos los puntos de vista, los códigos y escalas de valores de los tiempos de paz. Y las necesidades. Mientras había durado también le había agradado su compañía. Y el sexo con el que ambos huían y se refugiaban mutuamente de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Había sido como una laguna fresca en el verano.
No había ido a verle partir con su
ejército. Se habían despedido la noche anterior a tientas en la oscuridad del
molino de su padre. En silencio. Casi sin palabras. Solo ellos y aquel vino. Pensó
que recordaría el resto de su vida aquel sabor pastoso en su paladar y el gusto
de su cuerpo tibio sobre el suelo, de su piel por última vez. Un último regalo
-medias, conservas, cigarros y bombones- a cambio de sus abrazos y de aquellos
besos con aroma a adiós definitivo.
No fue a despedirle junto a sus
compañeros. Preferían evitar las habladurías en el pueblo. Pero ya era tarde.
Todo el mundo sabía lo de la hija del panadero y el cabo alemán.
Ella no se lo dijo
nunca. Se fue sin saberlo y no lo supo jamás. Aquel día le vio por última vez
alejarse sobre su carro de combate. Él estaba de espaldas. No la miraba y no se
dio cuenta. Tampoco esta vez la vería llorar. Siempre la había visto sonriendo.
Se iba entre nubes de polvo y chirridos por la lejanía del camino que daba
salida al pueblo. Mientras desde la ventana de su cuarto le contemplaba alejándose
supo que nunca volvería a verlo pero no se lo iba a decir. Criaría sola a su
hijo.
En pocos meses tuvo que huir
de su pueblo, repudiada por sus vecinos que la habían rapado la cabeza
completamente y paseado así por las calles bajo una lluvia de coles podridas
escoltada por sus captores. Valientes compatriotas. Cobardes que habían pretendido
justificar su silencio cómplice posicionándose agresivamente contra cuanto
sonara a colaboracionista. Escarnecida y humillada en público por amante de los
nazis.
Su hijo fue todo lo que le quedó de aquella guerra. Y los recuerdos de aquel vino pastoso, aquellos bombones fugaces y aquellos besos furtivos. Nunca le volvió a ver ni supo de él. No supo si lo consiguió, si superó la guerra, si sobrevivió. Ella sí lo logró.
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