martes, 27 de mayo de 2025

BROTE REPENTINO DE AUTORRETRATO EN LA MADUREZ

El roble y la caña -Fábula de Edipo-
Henri Coutheillas

Compraba libros creyendo que algún día iba a leerlos. Estaba ya más cerca de los sesenta que de los cincuenta y seguía planeando lo que haría cuando fuera mayor. Cada día aparcaba cien proyectos y tenía cien ideas de futuro pensando que aun tenía tiempo. Miraba su mundo con transitoriedad. Como pensando que todas sus cosas estaban ahí de momento hasta que las colocara en su sitio definitivo. Si la muerte hubiera llamado a su puerta habría mirado el reloj extrañado del madrugón. Sabía, era una certeza no un mero deseo, que la vida le tenía reservadas grandes cosas. Que cuando se quitara de encima un par de cuestiones menores y se pudiera dedicar de lleno a ello iba a escribir una gran novela de éxito. Tenía decenas de comienzos empezados a los que miraba con la seguridad de que les iba a dar fin algún día no muy lejano. Cuando rematara algunas minucias ordinarias como su trabajo o las obligaciones de su vida cotidiana.

Dios lo había mal acostumbrado desde niño. Todos sus sueños se habían cumplido hasta la fecha. Y los que no lo habían hecho aún, lo iban a hacer pronto dado que los demás se habían terminado convirtiendo en realidad. Era una lógica aplastante. Y la respaldaba su experiencia. Cada cosa que había deseado la había logrado. Solo había tenido que esperar cincuenta años. 

En su esquema de funcionamiento de las cosas primero se soñaba con algo y luego simplemente se esperaba. Era una cuestión de tiempo que el deseo fuera concedido. Así que para él era evidente que los que quedaban por cumplirse se iban a hacer realidad de un momento a otro. Y puesto que el sistema le había funcionado a pequeña escala por qué no le iba a funcionar a una escala mayor. Así que como confiaba en que los problemas menores se arreglaran solos, o esperaba a que estuviera de humor para abordarlos con la energía que en cada caso requerían, y aquella técnica había surtido efecto hasta ahora, tenía la absoluta seguridad de que para ganar un día una lotería que le solucionara la vida lo único que había que hacer era jugar cada semana hasta que tocara. El truco de aquella extraña confianza en el destino era una mirada estoica que operaba a modo de colchón: la de quien cree que si no sucede lo que se desea no es tan grave.

También tenía la continua sensación de descubrir cómo funcionaba el mundo y de que no le gustaba lo que estaba descubriendo. Era una especie de ingenuo consciente, de esperanzado optimista que se desengañaba a diario y volvía a empezar de nuevo por la mañana en su idealizada realidad deseada como si nada hubiera pasado.

Buscaba siempre un punto medio que a menudo le hacía pasar por apocado. Trataba de buscar con empatía las razones del otro, los argumentos en los que cada uno podía llevar parte de la razón. Desconocía la actitud claramente posicionada desde el dogma de saberse en lo cierto. Cultivaba la duda y el criterio propio desde la comprensión del ajeno.

Casi nadie recordaba su nombre. Todos lo seguían conociendo por su apodo de la adolescencia. Por todo ello pudiera haber quien lo tuviera por inmaduro, por conformista y falto de ambición, por tibio equidistante, por procrastinador impenitente, por pusilánime carente de sentido del riesgo, falto de valor para salir de la zona de confort, por fracasado. Él prefería sentirse tranquilo con su conciencia que asomarse a sus límites por saber hasta donde llegaban, ser moderado que visceral, flexible que rígido, calmado que agitado, tener lo suficiente que ser rico, amigo que poderoso, feliz por encima de sacar nota en el examen social para ser considerado exitoso. 

Y ya.