(Cuento para una mañana de verano)
Johan era tan estupido que rebuscaba entre las cajetillas de tabaco en los estancos buscando la que llevaba la foto de los espermatozoides debilitados. Creía que cada paquete solo provocaba la enfermedad de su foto exterior correspondiente, y él ya se había hecho la vasectomía. Le habíamos llegado a querer tanto que ya ni siquiera nos reíamos de él.
Nos veíamos un rato cada noche en la cantina al acabar la jornada en el puerto. Johan era un estibador sueco enorme cuyas manos podían abarcar sin problemas mi cabeza. Solo competía en idiotez con Narciso, el negro, que admiraba a los pilotos de avión por encima de ninguna otra profesión por saber mantenerse en la linea recta blanca por el cielo.
Formábamos una curiosa cuadrilla. A cada uno un destino distinto, que en realidad siempre es el mismo, nos había llevado allí desde mundos diferentes. Yo venia de trabajar en Baltimore, Johan en Amsterdam, Julius estaba recién desembarcado de un carguero holandés que recalaba en el astillero temporalmente por una avería.
Aunque para estibar no había que ser precisamente ingeniero el hecho es que yo lo era. Y lo digo por subrayar la diversidad de orígenes, no para vanagloriarme de nada. Comprenderán ustedes que agotar la juventud en estudios y recalar con cuarenta estibando carga en un puerto no es precisamente para vanagloriarse.
Por mi parte durante un tiempo me había estado dedicado a una profesión inventada por mi. Los escritores abandonados por las musas me pagaban por ayudarles a recuperar la inspiración. Siempre me sobró imaginación aunque por lo poco que duré en aquel negocio se diría que no pasaba lo mismo con el talento.
Mi parte en el trato era hacer primeros capítulos que les dieran pie a un desarrollo posterior. Y jurar secreto de la autoría y la artimaña. Dado que no digo nombres ni me arrogo honores no traiciono ahora este secreto con la confidencia, aunque diré en mi favor que algunas novelas que han tenido éxito reciente llevan mi sello y me reconozco en sus comienzos. El talento de continuar aquellos primeros capítulos no obstante es de ellos. Y así lo asumo. Porque es de ley.. y por contrato
Nunca me engañé al respecto. Era un escritor perezoso que se cansaba pronto de sus propias palabras. Dejaba historias empezadas sin darlas continuidad por pura desidia. Pero no podía ni sabía ni quería dejar de escribir. A veces lo hacia por inspiración momentánea, otras porque algo me retaba a escribir. Había llegado un momento en que atesoraba casi cincuenta comienzos y ningún fin. Así que decidí dar salida a aquella curiosa colección. Si yo no era capaz de acabar mis novelas que lo hicieran otros. Y ademas me decía autoengañandome que de algún modo eso cumplía mi sueño de ganarme la vida con lo que escribía.
No he sido feliz. Tampoco desgraciado. He deambulado por la vida cumpliendo el deber de vivir que mi nacimiento me impuso. Simplemente.
Ha habido momentos buenos. También he tenido curiosidad alguna vez por saber qué hay al fondo del cañón de una pistola. Recientemente leí que el ultimo deseo de un conocido escritor había sido que lo colocaran mirando al mar desde su ventana mientras se despedía de los suyos y daba el ultimo aliento. Una buena muerte. En una ocasión un buen amigo experto en el tema me daba datos acerca de las causas de fallecimiento en la montaña. Me sorprendió encontrarme entre ellas al suicidio. Y las cifras no eran pequeñas. Al principio pensé ¿quien se toma la molestia de ir hasta allí para matarse? La verdad es que a poco que lo pienses tiene su lógica. Morir donde has sido feliz. Morir mirando la belleza. Morir en tu lugar preferido. Sintiéndote parte del mundo al que vuelves. Eso no lo da la ciudad. Puede que ni siquiera mirar los campos. Eso lo da el mar, y seguramente las montañas, aunque no lo sé.
Aquella época fue la mejor. Pasé hambre y frío. Escribía para que otros fueran reconocidos. Dormía en estaciones de tren. Vivía. Hoy sobrevivo. Me arrastro. Y aun así hay buenos momentos como cuando reímos los cuatro bebiendo en la cantina o callamos en silencios alternativos respetando nuestros mutuos espacios personales en esos días que, sin razón aparente alguna, todos nos sabemos menos comunicativos.
Julius también tiene estudios, y sin embargo, como yo, aunque por diferentes razones, esta atracado en este puerto como un bote abandonado. En su caso fue una mujer. Unos tobillos finos que llevan a la perdición. Todo un clásico. Celos, un cuchillo, una marca en la cara de ella, una herida muy fea entre las costillas de él. Luego la huida, otra identidad, otro lugar. Lo sé porque he atado cabos. No porque me lo haya dicho. Y lo cuento porque no saldrá de aquí, no por traicionar a mi compadre. Para que otros aprendan lecciones en piel ajena, o simplemente para que sepan que hay vidas distintas a la de cada uno.
Seguramente no sea su verdadero nombre -aunque quién elegiría semejante seudónimo-. Y lo de que tiene estudios tampoco lo ha dicho él, pero esas cosas se saben.
Yo también he conocido el amor. Muchos para ser exactos. No sé qué es eso que llaman los poetas enamorarse. Sé lo que significa no poder pensar en otra cosa por la obsesión, y sé que se siente cuando en la mañana su calor tibio esta a tu lado y tú te sabes afortunado por ello. También sé lo que es el dolor, lo que es partir y separarse. Decir un hasta luego sabiendo que es un adiós y un hasta siempre. Echo en falta haber tenido hijos. Uno al menos. Pero no sé por qué mezclo ambos temas. La vida me ha enseñado que no tienen nada que ver entre ellos.
Después de aquello vino el miedo. La juventud soporta el hambre y la inestable zozobra es parte del encanto. La madurez trae las dudas acerca de haber aprovechado las oportunidades que se te brindaron. Miras el horizonte como más cercano. Haces cuentas. Abandonas sueños. Te cambia la mirada. Te resignas. Aceptas las arrugas. Y un buen día te ves aceptando un puesto en uno de aquellos barcos que veías partir del puerto cuando eras niño. Hay que comer. Y a medida que las fuerzas te van abandonando y te haces viejo te acercas a la costa. Y los embarques duran menos. Y un día no duran nada porque te has quedado en tierra. Y colocas la estiba y almacenas. Y te reúnes con tres desconocidos al acabar la jornada a los que llamas amigos, porque lo son. Y aceptas que te estas muriendo. Quizás te queden veinte o treinta años, pero tú ya te mueres lento.
Yo escribía principios de novelas. Mi vida ha sido un eterno principio. Nunca logre acabar ninguna. Tampoco he sabido acabar mi propia existencia y me arrastro esperando que se me ocurra un buen final. Y mientras tanto vivo capítulos aburridos y tediosos. He visto a otros acabar mis textos, vivir las vidas que yo soñaba. He envidiado sus talentos para dar seguimiento a los inicios que yo les proponía. Continuidad coherente a los pasos que yo les marcaba. Y sus asombrosas cualidades en ocasiones, no siempre, para cerrarlas en buenas conclusiones con sus historias inventadas.
¡Eran mías, malditos! Aquellas historias eran mías. Nacieron en mi mente. Solo que se os ocurrieron a vosotros los finales.
Narciso me pasa la botella. No sabe lo que pienso pero presiente lo que siento. Su vida es mil veces más completa que la mía. Tiene inicio, nudo y desenlace. No se ha hecho las preguntas que desde chaval martillean mi cerebro. Realmente el don de pensar es la verdadera condena. Y de todas las formas de pensamiento la de imaginar mundos y ponerlos en palabras es la peor de ellas. Te haces tu propia cárcel. La imposibilidad de acabar una de las paredes es la pena de muerte mas lenta. Te quedas mirando esa pared toda la vida. A veces la quieres hacer perfecta, y si no vas a hacerlo así piensas que no merece la pena seguir, otras crees que lo mejor es no acabarla. Simplemente. En ocasiones te puede la desidia y languideces. Otras tienes furiosos ataques de actividad y la retomas. Pero no dura la energía. Dudas de ti, no te ves digno. Lees lo que otros han escrito y te resignas.
Hubo un tiempo en que empece casi cincuenta novelas. Me dejaba arrastrar por la inspiración en una febril angustia momentánea de tres mil palabras y luego las abandonaba en el arcén del camino de la inconstancia. Esos instantes eran plenos, intensos y completos. Luego me sentía sucio técnicamente por no ser capaz de seguir mis propios hilos y dejarlos arrinconados. Soñaba que un día alguien los descubriría y diría de mi que pude ser un buen escritor. Valiente estulticia. Pudo ser.. ¡Sé o no seas, idiota!
No pude por menos que insultarme en aquellos días. Eterno esperador de la gran novela, la gran idea que me engancharía tan fuertemente que no podría dejarla marchar desde mi obsesión enfermiza. La que me daría gloria y reconocimiento. Me elevaría sobre los ejércitos de escribas que forman las filas de los que lo intentaron.. Y mientras tanto ser uno de ellos. Pasándome el tiempo en maravillarme de mi propio ombligo, en mi asqueroso talento para empezar un nuevo relato cada mañana sin continuarlo siquiera llegada la tarde. En recrearme en la soberbia fútil de mi capacidad de inventiva, de mi imaginación desbordantemente creativa que en realidad era castrante razón de mi fracaso. No saber seguir, solo empezar. Volver a dejar caer la roca sin construir nada con ella. Rodar la ladera y empezar de nuevo. Cada ascensión distinta, incluso hecha de buenos pasos, pero para nunca alcanzar la cima.
Yo escribí más de cincuenta principios de novelas.
Ahora es de noche ya. En breve iremos desfilando cada uno a nuestros cubiles. Solitarios cadáveres ambulantes que se levantarán mañana temprano para volver al tajo salobre y agotador. Desesperanzados barcos sin rumbo ni piloto al timón que ya no se acuerdan, o no supieron nunca, que hay otras vidas.
Yo las empece a vivir todas a través de mis palabras. Surgían como borbotones imparables, maravillosa hemorragia que me vaciaba dejándome ahíto de placer momentáneo. Era una droga. La creación, la admiración de mí mismo, como si las viera salir de mí sin que me hubieran pertenecido nunca. Prestadas temporalmente hasta que las regalaba derramándome en la tierra de mis escritos. Imparable onanista de los términos y las frases.
Veo mis historias en los anaqueles de las librerías y bibliotecas. Firmadas por otros. Me consume la envidia del éxito. Mercenario de los primeros capítulos aún pienso que son mías solo porque durante unos minutos lo fueron. Me vendí. A quién quiero engañar. Ellos las hicieron propias con sus finales. Son suyas en realidad. Les pertenecen. Pagaron por ellas. Yo sólo las parí como la mujer que da en adopción a su retoño. Nunca hubiera sabido criarlas, darlas de comer, abrazarlas, jugar con ellas, verlas crecer y acabarlas. Yo sólo sé engendrarlas y despedirme de ellas. Mal padre no por villanía sino por pereza. El peor de los posibles. El que no se atrevió a cumplir sus sueños.
Pero estaré ahí para siempre. Mis páginas. Mi talento. Aunque sólo yo lo sepa o lo valore. Mis más de cincuenta principios de novelas.
Y en fin, eso es lo que se siente retirándose ya hacia el horizonte en una tarde calurosa de agosto en el puerto, mientras, callados nos acompañamos los cuatro hacia el fin del día; El regusto de los sueños renunciados, el sabor metálico de la decepción, la aceptación resignada de la mediocridad.. El recuerdo de las vidas que hemos vivido a través de nuestras palabras y las de otros, la dicha inabarcable de haberte sabido bueno imaginando historias, el placer egoísta de tener la seguridad de que has hecho disfrutar a lectores que posaron sus miradas en tus letras alguna vez, en algún lugar. Por ejemplo, pudiera ser, con estas líneas.
Mereció la pena. El sol se pone.