lunes, 7 de noviembre de 2016

NO HAY NADA TAN MARAVILLOSO... NADA

A nadie quiero dar lección de vida alguna. Solo digo lo que siento. Y siento sinceramente que si no has vivido lo que se siente no lo conoces todo. Y que para algunos entre los que me cuento es la felicidad absoluta y la causa que da razón a toda una existencia.


Que mirarse en otro ser y reconocerse en él es lo más maravilloso y alucinante que he sentido jamás. Que saber que en él sigues de algún modo cuando no estés, es la cima de todas las sensaciones. Que verlo crecer y añorarlo hasta mientras está a tu lado, mientras se va día a día de tu vera para vivir su propia vida, es a la vez el dolor más increíblemente genial que puede sentirse. Que no hay miedo como el miedo de lo que le pueda suceder a él. Muy por encima del que da lo que pueda sucederte a ti.
Que descubrir un día que para vivir una vida entera hacen falta dos vidas completas consecutivas. Que tú ya lo hiciste antes pues has vivido de algún modo la continuación de la de tu padre y que otra completará la tuya viviendo su propia vida a continuación de la tuya.

Que desde que yo recuerdo siempre quise ser padre.

Y ha merecido la pena. Cada instante.



"Le tienes delante y le echas de menos. Cuando no sabía escribir. Cuando se ponía de puntillas y sólo te llegaba hasta aquí de alto: justo a la altura del pecho. Cuando decía «'ranaceronte'» y «'nesecitar'». Cuando te tenía por alguien de fiar, por el mejor padre del rellano, por la mejor madre de la oficina, por un Jedi en vaqueros. Cuando le tirabas tiros con la pelota de espuma en el sofá del salón para que se hiciera palomitas y daba igual que se rompiera un jarrón. Porque él se rompía de risa. Le tienes delante y le echas de menos. Cuando te ametrallaba preguntando «¿por qué?» -durante cuatro horas seguidas, cabezón, como un Mourinho chiquitito- y no se conformaba con la pólvora de tu silencio. Cuando te venía en pijama con un cuento y te lo ponía encima como un recién parido. Sin preguntas. Porque entonces tú ya sabías. Cuando la vida era un grito y un desorden y unos cereales en concreto y una O con el rabito mal hecho y una lucha libre en la cama y un olor a Nenuco y un rayajo en la pared y tres termómetros perdidos en un solo mes y el Dalsy nocturno y siete colecciones de cromos sin terminar y un gorrito de baño como de muñeco y fin. Echas de menos sus rodillas sucias y que las tuyas no crujan. Echas de menos las cosquillas a traición y los sustos pactados. Echas de menos sus regalos horribles: el marco con pinzas de la ropa que no hubo huevos a colgar; un collar de garbanzos que parecía un rosario; aquel colgante-mariposa para el retrovisor que te tapaba media carretera. Echas de menos que ya se vaya acabando esto. Que hayan bajado la música. Que vayan apagando las luces. Echas de menos más.Le tienes delante. Míralo, sigue siendo un mocoso, todavía no ha tirado los peluches, si te esfuerzas con una buena historia todavía se caga de miedo. Pero le echas de menos. (...)

En 'El Mago', el académico argentino Isidoro Blaisten -que fue fotógrafo de niños y decía que para escribir bien necesitaba tener cerca una espada de Sandokán de juguete- explicó mejor que nadie la pérdida que lleva aparejado el final de la infancia. En una sola frase: «Sólo los niños creen. Pero los niños crecen». Una casa con hijos mayores o en el trance de serlo es una casa donde se va creyendo menos. Se empieza dejando de creer en el Ratoncito Pérez y se termina descreyendo de todo lo demás. «A veces quisiera regresar al preciso instante donde mis padres aún eran esos seres increíbles que todo lo podían», sigue Blaisten. «Mi madre desaparecía monstruos y brujas, mi padre construía castillos para mis muñecas y creaba de servilletas miles de mundos extraños y desconocidos. Pero después crecí y dejé de creer». Así que aquí estamos en el puerto algunos padres, muchos de cuarenta y tantos. Resignados con el viaje. Viendo partir un barco. Botando un hijo. Como ese familiar pesado que agita un pañuelo en el trance de la despedida. Como ese viejo amigo que se va a tener que conformar con recibir una postal de cuando en cuando. Cada vez más corta. Con una letra cada vez más extraña. Con un remite cada vez más lejano. Le tienes delante esta mañana de sábado. O de frente. O detrás. O al otro lado de esa vieja mesa de distancias kilométricas. Si estiras el brazo podrías tocarle. Y sin embargo le echas de menos."



Pedro Simón. El Mundo 27-2-16

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