jueves, 19 de enero de 2017

LA HOGUERA DE LAS VANIDADES


Esta es la historia de un político desconocido. Uno que estaba en el sitio y momento oportuno cuando los gurús de su partido decidieron que hacía falta una cara joven. El partido político estaba en plena crisis. Sus votantes no dejaban de emigrar a otros puertos y en un nuevo análisis sesudo basado más en el marketing que en la esencia y las ideas se consideró fundamental poner al frente del barco a un rostro carismático, simpático y fotogénico. Ya veríamos luego lo de las ideas, el programa y eso, pensaron. Y él pasaba por allí en ese preciso instante. Como anillo al dedo. Lo manejaremos bien.
Así que ahí estaba nuestro protagonista, ensalzado a la cumbre de su organización por su cara bonita, literalmente.

Oyó cánticos de sirena durante meses. Es difícil resistirse a la entrenada y profesional llamada de la adulación. Y Pedro (nombre ficticio) se equivocó. Igual que los que le auparon lo hicieron por razones espurias sin hacer un buen análisis de la realidad y basando su decisión meramente en la creencia de que los votantes eran gilipollas y votarían a alguien solo por ser guapo, joven y resultón, él se creyó lo que no era. Se convenció a sí mismo de que aquel culto al líder era real y de que sus seguidores ejercían de tales ciegamente atraídos como ratones al flautista de Hamelin por sus encantos hipnóticos. De verdad creyó sinceramente que tenía algún talento político más allá de su sonrisa y su altura corpulenta.
Nombró a su amigo íntimo, su mano derecha, su portavoz. Y este hizo lo que se esperaba de su cargo: mostrar durante meses a voces su ciega adhesión al líder, serle leal ante todos, unir su destino al suyo hasta la muerte, hacer de vocero de sus instrucciones multiplicando incluso el volumen y la intensidad de sus mensajes.

En la errónea creencia de que contentaba a los que le habían puesto allí, que era para lo que estaba (eso era lo único que tenía claro, al menos en aquello no se engañaba, él era un hombre de partido, disciplinado y obediente), lanzó soflamas en las que no creía, repitió lemas, que le pasaban en argumentarios ajenos a su forma de pensar. Hasta la saciedad. De tanto repetirlos ante las cámaras podía habérselos incluso creído pero no llegó a hacerlo nunca. Simplemente los repetía. Hacía lo que le decían. Lo que se esperaba de él. Ni más ni menos. Hizo los acercamientos que le indicaron.. Y todo eso fue paradójicamente (para los ingenuos) su perdición.

Porque entonces un día de repente sobró. Se había convertido en una amenaza por hacer precisamente lo que se le había dicho que debía hacer. Por acercarse a quien no debía aunque no hubiera sido idea suya. Por repetir los lemas que otros le habían redactado. Y tal como lo habían puesto ahí, quienes de verdad mandaban en el partido lo quitaron, defenestración humillante incluida. Se volvió un deshecho, un paria de que apartarse lo antes posible para evitar el contagio de la imagen a su lado. Ya nadie quería que le pudieran hacer una foto incriminatoria junto a él. Era de pronto alguien de quien prescindir para pasar página simbólicamente. Un sacrificio irrelevante que ofrecer al altar de los medios de comunicación para dar a los supuestos gilipollas de los votantes una cabeza concreta que clavar en una pica.

.. Y Pedro miró a su alrededor sorprendido. Su principal impulsora le apuñalaba por la espalda, los que le animaron a iniciar su carrera en alta política le volvieron interesadamente la espalda para que nadie pudiera decir que un día fue de los suyos, su principal amigo, su portavoz, vio venir el frío de los malos tiempos y le traicionó pasándose al otro bando para no perder las habas. Sin el más mínimo esbozo de vergüenza. El que gritaba el doble de alto los lemas de su jefe gritó los contrarios en pocos días y justificó su postura en que estaba equivocado. Y así dejó solo a su amigo.

La confusión era enorme. Pedro estaba en shock. Aquello no le podía pasar a él. ¡Pero si hasta ayer había tenido el apoyo y la lealtad inquebrantable de toda la organización! ¡Traición! -se dijo-. Así que siguió engañándose creyendo que eran los demás los equivocados, que había justicia en el mundo y que el karma colocaría a cada cual en su sitio devolviendo las cosas a sus justo lugar. Y en un acto de coherencia de cara a la galería dimitió dejando el puesto para el que lo habían votado renunciando al sueldo que llevaba aparejado. Creía que con eso ganaría legitimidad ante alguien por honrado. Que las masas valorarían el gesto. Al paro. Su esposa le miraba asustada por su futuro mutuo en lo material. Luego abundó en su miseria de autoengaño y pensó que las bases, la militancia, estaba con él y le devolverían al sitio del que nunca debió salir. Y anunció a bombo y platillo que volvería a por lo que era suyo, pero la sala estaba tan vacía que las palabras retumbaban en las paredes. Y en su ceguera los ecos le sonaron a aclamaciones, a vítores y a peticiones de regreso salvador.

Entre todos la mataron y ella sola se murió. Y no hablo de Pedro. Sino de la división lograda en su organización por todos los intervinientes en este vergonzoso proceso.

Y así sus enemigos, los de fuera (Pablo -nombre ficticio- incluido) y los de dentro, se frotaron las manos hasta quemárselas de gusto. Algunos simplemente se sentaron a ver pasar los cadáveres de sus adversarios ante su puerta. Y el espectáculo les divirtió. No me dio ninguna pena. Este negocio es así. Tristemente... 

Miedo me da lo que viene. 

y ya.

martes, 10 de enero de 2017

FABIEN

Si desde lejos alguien hubiera visto la escena le hubiera parecido extraña con aquel calor, pero hacía años que no había nadie más para verla ni extrañarse aparte del propio anciano que la protagonizaba. Ese día en la granja los grandes portones de la habitación de Fabién estaban abiertos de par en par dejando entrar el sol castigador violento hasta la cama donde él reposaba. Horas antes se había levantado en un postrero esfuerzo para dejarlos así y luego había vuelto a tumbarse desnudo sobre ella para recibir sus rayos y hablar en voz alta consigo mismo. La postura elevada por los almohadones permitía mirar directamente al exterior. La visión era la de un viejo cuerpo correoso muy moreno, arrugado, delgado y reclinado sobre la cama blanca bañado por el sol abrasador. La de unos ojos vivaces aún pero cansados  como luchando por mantener sus parpados abiertos para que el azul de sus pupilas se pudiera seguir posando en el techo y en las paredes. La del sonido en murmullos de una voz que se dirigía a su propio dueño en conversación amena. Una imagen que si no hubiera sido por la paz que transmitía se hubiera dicho propia de un demente.

Aquellos ojos se habían paseado durante horas tranquilamente por las cosas, los objetos a su alrededor. No haciendo recuento ni revisando nada. Solo posándose lánguidos sobre ellos, como habría hecho una mariposa. Sin orden concreto pero sin desorden. Uno tras otro. Y luego, hacía ya mucho rato, se habían dirigido a aquellos ventanales abiertos del suelo al techo y allí seguían desde entonces, contemplando el paisaje que se veía por el vano.

Ese era su último deseo en aquella soledad. Quería sentir, aunque le doliera. Aquello también era sentir y lo necesitaba. Igual que sentía que necesitaba aire aunque fuera irrespirable. Quería ver el sol y el cielo azul. Aunque quemara sus viejas arrugas. Quería ver su granja. Le hubiera gustado ver a su madre y al señor Lucién haciendo sus tareas ordinarias allí fuera. O siquiera oír sus voces haciendo tareas cotidianas tal como las atesoraba entre sus recuerdos. Las echaba tanto de menos.
Se moría. Pero quería ver por última vez antes de expirar aquel paisaje que aunque desde hacía ya mucho tiempo estaba destrozado el recordaba una vez fértil y hermoso. Era el único que conocía. Eran sus vistas. Su vida.
Aquel delgado cuerpo sin ropa alguna medio sentado y medio tumbado sobre la cama guardaba un cerebro aún lúcido que se daba cuenta de lo que le sucedía. Llevaba años esperando ese instante postrero. Era mucho más viejo de lo que alcanzaba la media de sus congéneres pero él no lo sabía. Estaba enfermo desde hacía mucho tiempo y los años habían ido pasando. Había tenido una vida plena, pensó. Y larga. Creía haber dejado cerrados al menos los pocos temas que tenía para cerrar antes de irse. En realidad daba igual si la había aprovechado o no, pensaba. Esas habían sido sus cartas y las había jugado como había podido. Era una gran mentira aquello de hacer de tu vida el mejor verso. Solo puedes limitarte a vivir. Punto. Y él lo había hecho. Nada más. Había pasado por aquí como era su obligación por haber nacido. Ya era hora de partir. A lo lejos se veían azules entre brumas de calor las hileras de montañas unas tras otras. Recordaba. Y sus recuerdos curiosamente no eran de lo reciente. De los últimos tiempos solo guardaba un cierto calor agradable de las charlas sobre sus abejas con aquel joven a través de su viejo ordenador. El resto de recuerdos cercanos eran suficientemente solitarios y tristes como para que su cerebro los aparcara por rutinarios para no clasificarlos entre los depresivos. No. En estos momentos, con el sol ardiente quemando su piel arrugada y vieja sobre aquella cama para sentirse vivo por última vez aunque fuera a través del desasosiego del calor intenso, su recuerdo se volvía a sus pocos momentos de plenitud y felicidad. Al recuerdo ya muy lejano de la hierba fresca bajo los pies y el agua fría en los labios. Al de una ramita de espiga en la boca mientras tumbado boca arriba en el prado miraba las estrellas. A sus abejas. Al del mar aún no crecido ni invadiendo las calles de las ciudades costeras. Al perfume de su madre. A la ensoñación sobre su supuesto padre. Al de los consejos del único progenitor real que había tenido. A su infancia.
El mundo era una mierda y estaba loco. Se dijo. La muerte era la verdadera reina de la vida y era la única que lo sabía. Mientras tanto los seres vivos deambulábamos zafios por aquí ingenuamente creyendo que lo estábamos y que éramos los protagonistas de algo.

No sabía si había una vida después. No tenía grandes esperanzas puestas en ello. Le hubiera gustado creerse la fábula de que allí, en algún sitio se reencontraría con su madre y el señor Lucién. E incluso, en su delirio, con su idealizado padre en lugar de con el verdadero. Al fin y al cabo ¿Por qué no? El delirio era el suyo y Dios era omnipotente según había dicho una vez el párroco en la iglesia hacía ya una eternidad.
En ese momento se percató de que divagaba en sus pensamientos y de que era el momento.

Todo estaba dispuesto. Solo restaba rendirse. Partir por fin. Descansar. Era extraño. No se lo había imaginado así. Con tiempo para despedirse y nadie de quien hacerlo. Con tranquilidad casi irritante para darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Se apagaba. Por una parte no quería terminar, por otra se sentía cansado y tenía la curiosa creencia de que se lo debía a alguien. Alguien que quizás esperaba que él se fuera para venir al mundo. Ya le tocaba retirarse. Otra vez divagaba. Oía su propia respiración. Lenta. Suave. Ligeramente ronca. El aire entraba y salía de sus pulmones despacio y caliente. Apenas sentía ya el calor abrasador quemándole la piel. Su rictus no cambió. No hubo sonrisa provocada por un último pensamiento feliz ni nada parecido. No hubo tampoco estertor agónico ni doloroso, ni dolor agudo en el pecho, ni gesto violento, ni arquéo de la espalda, ni tensión final, ni manos engarfiadas. No intentó aferrarse a la vida ni renunció a vivir. Solo se acordó en el último instante de sus abejas. Solo cerró los ojos y se fue.

Fuera de la habitación, a la sombra, los panales bullían de actividad a esa hora. La colmena volvía de una de sus racias asesinas. Un cuervo que se había acercado demasiado había sido esta vez su víctima. En este momento del día, como cada día, se disponían a hacer sus tareas  normales libando y polinizando las flores de la zona.  Ya nadie las cuidaría. Sabían cuidarse solas.                  


y ya.

sábado, 7 de enero de 2017

EL PLACER DE ITACA


- Me alegran estos encuentros periódicos Arioc -dijo el ángel.
- Si, aunque nos hayamos acostumbrado a ellos desde hace tantos miles de años, lo cierto es que son necesarios para el equilibrio interno y yo los echo de menos cuando por alguna razón se retrasan -respondió el aludido.
- ¿De qué te apetece que hablemos hoy? -inquirió Ismael mirando con gesto displicente desde su atalaya privilegiada sobre la humanidad.
- Propón tú el tema -dijo el demonio-, ya que me has hecho subir es lo mínimo.
- Reflexionaba hace unos días sobre los cazadores. Los hay de dos tipos: aquellos que disfrutan con el hecho mismo de la muerte y los que lo hacen con el acecho. Para los primeros la persecución de la pieza es un precio a pagar, a veces incluso incómodo. Les basta con ese disparo último. Les basta con la muerte. Para los segundos lo de menos es el resultado final. Lo importante es el seguimiento en si mismo, las huellas, los rastros, la jornada, el compañerismo, sentirse vivos formando parte de la naturaleza.
- Interesante -apostilló Arioc arrellanándose para buscar la postura más cómoda de cara a una conversación inteligente-. La categorización entre procesalistas y finalistas. El eterno dilema que tan bien supo reflejar Kavafis en su poema.
- No hay juicio en mi elección del tema de hoy.
- Por supuesto. Esa es la regla de nuestras tertulias -confirmó el demonio.- Nada de bien ni mal, nada de opinión.. únicamente mirar a los humanos y tratar de entenderlos.
- Pero también me he dado cuenta de que esa no es una clasificación que valga siempre -reflexionó-. Nadie concibe una corrida de toros que sólo consista en la espada matando al toro. La esencia es el camino hasta ese momento.
- Pero es inconcebible sin el resultado final ¿O no?
- Ni nadie entiende a un opositor que solo estudie sin buscar el aprobado- rió Ismael.
- Muy cierto.
- Me he fijado en los dos tipos de amantes que tienen estos humanos. Responden a las mismas categorías: Los seductores que gozan del placer del reto hasta la consumación y los que se ven obligados a ello para conseguir lo que realmente quieren. Esos que solo quieren el placer postrero.
- Curiosa comparación Ismael. Efectivamente unos son cazadores dedicados al proceso, hedonistas que disfrutan más del camino que del premio. Otros hacen lo que sea, aunque no disfruten con ello, con tal de obtener aquel, que es verdaderamente la esencia de su deseo...-se detuvo un instante-. Pero es que estarás conmigo -prosiguió al cabo de un momento- en que es una meta poderosa en sí misma sin necesidad de más acompañamientos ni previas trivialidades.
- Eso encierra juicio por tu parte, creo. Y justifica a los violadores y los malos amantes que no quieren preliminares -rió el ángel abiertamente.
- Jajajajaja. Es verdad. Es difícil no caer en esa tentación. Al fin y al cabo soy lo que soy. Pero a mi no me engañas, son muchos años juntos;.. porque tú simpatizas con los primeros.
- Puede ser -reconoció- ¿Crees que son los mismos que encuentran mayor placer en documentarse para escribir un libro que en llenar de palabras las páginas en blanco una vez encontrados todos los datos? 
- O los que tocan el éxtasis mientras preparan un viaje durante meses soñando con los lugares que visitaran y cuando están allí sólo sienten la victoria de haber vencido sus miedos o de haber alcanzado sus metas.
- Piensa en los coleccionistas. Son ejemplo de los primeros en su mayor parte. Cuando completan sus colecciones las almacenan en sus cajones, sótanos y armarios y sólo de vez en cuando las sacan para su disfrute, o, expuestas, no las hacen apenas caso. Con lo que costó conseguir cada pieza...
- .. Te entiendo- afirmó Arioc-. Encuentran el placer en el itinerario, en el reto de conseguir sus codiciados elementos. No tanto en tenerlos en sí mismos.
- Y los que esperan meses y años una nueva obra de su autor favorito, de su torero, de su cineasta..
- O los que sueñan con premios y prebendas y una vez las obtienen no las gozan como las gozaron en su imaginación previamente cada noche al acostarse.
- Efectivamente. 
- Ese es otro buen tema. Otro día deberíamos hablar de la frustración de las expectativas.
- Ciertamente.

- ¿Y al cabo..no es esa la diferencia con mayúsculas entre unos hombres y otros? ¿No ha sido la que los ha distinguido durante eones de tiempo? ¿Esa que separa entre los que sólo tienen por meta la muerte (para bien o para mal, para la esperanza o la desesperanza) y los que son conscientes de estar viviendo la vida en cada momento sea cual sea el destino que les espera luego?

Y ya.