martes, 10 de enero de 2017

FABIEN

Si desde lejos alguien hubiera visto la escena le hubiera parecido extraña con aquel calor, pero hacía años que no había nadie más para verla ni extrañarse aparte del propio anciano que la protagonizaba. Ese día en la granja los grandes portones de la habitación de Fabién estaban abiertos de par en par dejando entrar el sol castigador violento hasta la cama donde él reposaba. Horas antes se había levantado en un postrero esfuerzo para dejarlos así y luego había vuelto a tumbarse desnudo sobre ella para recibir sus rayos y hablar en voz alta consigo mismo. La postura elevada por los almohadones permitía mirar directamente al exterior. La visión era la de un viejo cuerpo correoso muy moreno, arrugado, delgado y reclinado sobre la cama blanca bañado por el sol abrasador. La de unos ojos vivaces aún pero cansados  como luchando por mantener sus parpados abiertos para que el azul de sus pupilas se pudiera seguir posando en el techo y en las paredes. La del sonido en murmullos de una voz que se dirigía a su propio dueño en conversación amena. Una imagen que si no hubiera sido por la paz que transmitía se hubiera dicho propia de un demente.

Aquellos ojos se habían paseado durante horas tranquilamente por las cosas, los objetos a su alrededor. No haciendo recuento ni revisando nada. Solo posándose lánguidos sobre ellos, como habría hecho una mariposa. Sin orden concreto pero sin desorden. Uno tras otro. Y luego, hacía ya mucho rato, se habían dirigido a aquellos ventanales abiertos del suelo al techo y allí seguían desde entonces, contemplando el paisaje que se veía por el vano.

Ese era su último deseo en aquella soledad. Quería sentir, aunque le doliera. Aquello también era sentir y lo necesitaba. Igual que sentía que necesitaba aire aunque fuera irrespirable. Quería ver el sol y el cielo azul. Aunque quemara sus viejas arrugas. Quería ver su granja. Le hubiera gustado ver a su madre y al señor Lucién haciendo sus tareas ordinarias allí fuera. O siquiera oír sus voces haciendo tareas cotidianas tal como las atesoraba entre sus recuerdos. Las echaba tanto de menos.
Se moría. Pero quería ver por última vez antes de expirar aquel paisaje que aunque desde hacía ya mucho tiempo estaba destrozado el recordaba una vez fértil y hermoso. Era el único que conocía. Eran sus vistas. Su vida.
Aquel delgado cuerpo sin ropa alguna medio sentado y medio tumbado sobre la cama guardaba un cerebro aún lúcido que se daba cuenta de lo que le sucedía. Llevaba años esperando ese instante postrero. Era mucho más viejo de lo que alcanzaba la media de sus congéneres pero él no lo sabía. Estaba enfermo desde hacía mucho tiempo y los años habían ido pasando. Había tenido una vida plena, pensó. Y larga. Creía haber dejado cerrados al menos los pocos temas que tenía para cerrar antes de irse. En realidad daba igual si la había aprovechado o no, pensaba. Esas habían sido sus cartas y las había jugado como había podido. Era una gran mentira aquello de hacer de tu vida el mejor verso. Solo puedes limitarte a vivir. Punto. Y él lo había hecho. Nada más. Había pasado por aquí como era su obligación por haber nacido. Ya era hora de partir. A lo lejos se veían azules entre brumas de calor las hileras de montañas unas tras otras. Recordaba. Y sus recuerdos curiosamente no eran de lo reciente. De los últimos tiempos solo guardaba un cierto calor agradable de las charlas sobre sus abejas con aquel joven a través de su viejo ordenador. El resto de recuerdos cercanos eran suficientemente solitarios y tristes como para que su cerebro los aparcara por rutinarios para no clasificarlos entre los depresivos. No. En estos momentos, con el sol ardiente quemando su piel arrugada y vieja sobre aquella cama para sentirse vivo por última vez aunque fuera a través del desasosiego del calor intenso, su recuerdo se volvía a sus pocos momentos de plenitud y felicidad. Al recuerdo ya muy lejano de la hierba fresca bajo los pies y el agua fría en los labios. Al de una ramita de espiga en la boca mientras tumbado boca arriba en el prado miraba las estrellas. A sus abejas. Al del mar aún no crecido ni invadiendo las calles de las ciudades costeras. Al perfume de su madre. A la ensoñación sobre su supuesto padre. Al de los consejos del único progenitor real que había tenido. A su infancia.
El mundo era una mierda y estaba loco. Se dijo. La muerte era la verdadera reina de la vida y era la única que lo sabía. Mientras tanto los seres vivos deambulábamos zafios por aquí ingenuamente creyendo que lo estábamos y que éramos los protagonistas de algo.

No sabía si había una vida después. No tenía grandes esperanzas puestas en ello. Le hubiera gustado creerse la fábula de que allí, en algún sitio se reencontraría con su madre y el señor Lucién. E incluso, en su delirio, con su idealizado padre en lugar de con el verdadero. Al fin y al cabo ¿Por qué no? El delirio era el suyo y Dios era omnipotente según había dicho una vez el párroco en la iglesia hacía ya una eternidad.
En ese momento se percató de que divagaba en sus pensamientos y de que era el momento.

Todo estaba dispuesto. Solo restaba rendirse. Partir por fin. Descansar. Era extraño. No se lo había imaginado así. Con tiempo para despedirse y nadie de quien hacerlo. Con tranquilidad casi irritante para darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Se apagaba. Por una parte no quería terminar, por otra se sentía cansado y tenía la curiosa creencia de que se lo debía a alguien. Alguien que quizás esperaba que él se fuera para venir al mundo. Ya le tocaba retirarse. Otra vez divagaba. Oía su propia respiración. Lenta. Suave. Ligeramente ronca. El aire entraba y salía de sus pulmones despacio y caliente. Apenas sentía ya el calor abrasador quemándole la piel. Su rictus no cambió. No hubo sonrisa provocada por un último pensamiento feliz ni nada parecido. No hubo tampoco estertor agónico ni doloroso, ni dolor agudo en el pecho, ni gesto violento, ni arquéo de la espalda, ni tensión final, ni manos engarfiadas. No intentó aferrarse a la vida ni renunció a vivir. Solo se acordó en el último instante de sus abejas. Solo cerró los ojos y se fue.

Fuera de la habitación, a la sombra, los panales bullían de actividad a esa hora. La colmena volvía de una de sus racias asesinas. Un cuervo que se había acercado demasiado había sido esta vez su víctima. En este momento del día, como cada día, se disponían a hacer sus tareas  normales libando y polinizando las flores de la zona.  Ya nadie las cuidaría. Sabían cuidarse solas.                  


y ya.

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