La próxima vez que veas "Salvar al soldado Ryan" fíjate bien, cuando llegue la escena final, en el gesto de la anciana que acompaña al protagonista. Es un inmenso ejercicio actoral. De una sutileza que le hace pasar casi desapercibido. Por eso precisamente lo es.
Es asombroso cómo se puede decir tanto con tan poco. Esa mirada levemente extrañada dirigida a su esposo, y cómo la cámara se posa, sustituyendo a sus ojos por un momento mientras las lee, en las letras del nombre y el empleo talladas en el mármol blanco de la tumba a la que él mira. Lo dicen todo sin apenas decir nada.
La actriz sabe imprimir en esa mirada dos sentimientos completamente contrapuestos con una diferencia de unas décimas de segundo. Es la mirada que pasa de la incomprensión a la comprensión. Es la mirada de esa sabiduría sólo femenina, callada y eterna. La que lo entiende todo sin tener que saber nada. La de los silencios sin preguntas sobrantes. La del respeto al mutismo del viejo soldado para el que sabe que aquello es importante aunque nunca le haya hablado de ello en toda su vida en común. La de saber que sus motivos tendría para hacerlo. La del respeto a esa esfera privada. La de comprender al hombre sin llegar nunca a entenderlo. A su falta de comunicación a veces. Y a la forma de relacionarse que durante milenios han tenido ellos con ellas. Compartiendo sus vidas pero no sus más íntimos secretos.
Esa mirada es el amor.
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