Una vez al año, el día de la romería, el ayuntamiento contrataba un volquete de putas para que los quintos se las follaran. No se trataba del acto bestial que en un principio pudiera parecer. Al hacerlo cumplían con la tradición. Cada muchacho engalanaba el cabello de la suya con delicadas flores silvestres antes de follársela contra la estatua del Cristo en la cima del monte que daba sombra al pueblo. Nadie recordaba ya cuándo ni cómo había empezado aquella bonita costumbre pero todos estaban de acuerdo en anclar su origen ancestral en la noche de los tiempos, que era una frase que usaba la maestra y quedaba bien en los folletos promocionales. La fecha festiva ya era consustancial a la tierra. Las viejas subían pronto por la mañana para coger sitio desde el que ver el espectáculo sin estorbos. Los chavales, nerviosos, se adecentaban para la ocasión con sus mejores galas. Aquella ceremonia, que antes vivieran sus padres y antes aún sus abuelos, marcaba su admisión en el mundo adulto. El rito iniciático había sido estudiado por sesudos analistas universitarios venidos de lejanas partes del mundo que la habían descrito en sus libros como "expresión tradicional agraria de una sociedad rural que alejada de las tendencias y modas retiene sus raíces como refugio para no vaciarse totalmente".
Los jóvenes se situaban en derredor de la estatua ante la espalda de sus respectivas furcias. En un momento dado estas se adelantaban y apoyaban sus manos en la base. Y así, como radios de una rueda, mirando hacia la piedra, las piernas tensas y ligeramente separadas, ancladas firmes al suelo, se doblaban perezosas y oferentes. Entonces ellos, los quintos de cada año, empezaban desde atrás de manera simultanea con el gesto tradicional de subirles las faldas para descubrir al aire sus nalgas. Se formaba de esta manera un hermoso redondel de lunas y cachetes blancos. Luego, al son del tamboril, se agarraban a sus caderas y encajaban despacio en ellas dibujando un segundo círculo místico de culos pálidos. Las madres aquel día competían entre sí con codazos cómplices y se decían unas a otras "Mira lo bien que se folla a la suya mi chaval." y jaleaban con gritos animosos a los protagonistas de la liturgia hasta que se descargaban. La multitud batía el suelo con los pies haciéndolo retumbar y diríase que las cuevas profundas que configuraban el interior de la montaña devolvían el eco. Así la misma tierra participaba de la ceremonia con su latido. Mientras duraba el acto algo había sin duda de esotérico en la onírica escena. La danza giróvaga, casi hipnótica, de aquella maquinaria bombeante se asemejaba a un baile. Era como el trigo movido en el campo por el viento, como la ola que hacen los aficionados en un estadio. El murmullo musical de la viejas junto al movimiento sinuoso y cada vez más acelerado de los culos de los chicos, que en un momento dado siempre terminaba acompasándose de forma sucesiva como los pistones de un motor, producía un cierto grado de alteración de los niveles de conciencia y de la de la percepción por los sentidos en quien observaba desde fuera sin poder despegar su mirada de lo que estaba pasando en aquel círculo doble. Era costumbre acompañar los empujones finales de los folladores con una especie de cantinela rítmica compartida por la multitud de manera sincopada. Esta se enfervorecía aullando cada vez que uno de los quintos finalmente se corría, se subía los calzones, se volvía a saludar y acababa así su participación en el evento. Uno tras otro se iban apartando de este modo del animal hecho de espaldas que formaban.
- ¡Pero esto es cosificador! - le dijo en una ocasión asombrado un turista de la ciudad al cura del pueblo.
El hombre de iglesia, le escuchó sin hacerle mucho caso mientras daba palmas al son de los empujones. Junto a ellos la maestra miraba orgullosa a sus antiguos alumnos desempeñarse con holgura.
- Son cosas de chiquillos -respondió el sacerdote sin mucho interés alzando las manos para aplaudir por encima del gentío-, tradiciones que hay que respetar. Es la sal de la tierra.
- ¡Pero..! - volvió a quejarse el forastero mientas unas fuertes manos lo arrastraban fuera del claro de la romería formado alrededor del Cristo de piedra.
Los niños tenían prohibido estar en primera fila para no distraer, pero no asistir a la fiesta. Mientras se lo llevaban cantaban el viejo repiqueteo compuesto un siglo atrás para ocasiones como aquella: "Los de fuera callan y dan tabaco, los de fuera callan y dan tabaco.."
Cuando se alejaban el sonido de la tierra y de la gente del pueblo cesó. Se hizo el silencio durante un minuto. Nadie se movía. El ritual anual había terminado. Una vez más como cada primavera.
Nunca volvió a saberse del visitante.
Y ya.
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