Mi relación con esas líneas solo visibles en los mapas a las que llamamos fronteras es compleja. Se mueve entre la angustia y la euforia. A veces me emociona saberme de vuelta en mi país por ejemplo cuando levanto simbólicamente la pantalla del casco viajando en moto al regresar por Gerona para que me dé en el rostro mi aire. Otras me asaltan mini ataques de pánico preguntándome ¿Qué pasará esta vez?
Si alguien quiere emociones fuertes le sugiero que viaje conmigo y se la juegue a ver qué pasa al llegar a un puesto fronterizo. No falla. Siempre me pasa algo. Es garantía de éxito. Una apuesta segura.
En mi caso además no es solo la sensación extraña que tenemos todos al ponernos bajo un nuevo ordenamiento jurídico, autoridades, idiomas y costumbres que nos son ajenas, que también. Es algo que somatizo.
Todo empezó cuando casi se me para el corazón en aquella ocasión a la entrada de Suiza. Siendo monitor de un grupo de chavales preparamos durante todo un año un viaje a los Alpes. Conseguimos fondos con pequeños trabajos, diseñamos la ruta, hicimos las reservas,.. y en el tren, tras nueve horas de viaje, pocos metros antes de llegar al puesto de control helvético uno de los muchachos bajo mi responsabilidad me comenta, como quien no quiere la cosa, que se le ha olvidado el DNI en España, documento sin el cual no se puede entrar en la Confederación. En aquel instante envejecí 10 años de golpe ¿Qué podía hacer? Los padres me mataban. No entraba en lo posible quedarme en Francia con él y dejar seguir al grupo, pero tampoco dejarle atrás y seguir con el resto. Me pasó por la cabeza abortar la operación, por supuesto, pero su naturalidad me empujó a la locura de actuar con normalidad mostrando al funcionario la lista y los permisos mientras por detrás de mi iba pasando el grupo con él incluido. Funcionó.