Por la noche la estación de tren de aquella gran ciudad cerraba. Quién lo iba a suponer. Pues por lo que se ve lo sabía todo el mundo menos yo, provinciano de mi, que imaginaba que una estación no cerraría nunca igual que no lo hacía la ciudad. O que en último caso siempre habría una cafetería de esas en las que solo estáis el camarero y tú y donde se esconde de la policía la crema y nata y se refugia quien no tiene donde dormir cuando hace frio. Pero no, esta estación cerraba de noche. Y estaba, como toda estación de gran ciudad que se precie, lejos del centro. No solo eso, estaba lejos de cualquier cosa. Ni taxis había. Ni un miserable garito cerca. Nada.
El provinciano llegó de noche. Acababa de aterrizar a aquella ciudad y se dirigió a la estación desde el aeropuerto. Esperaba, hasta que saliera su tren a primera hora de la mañana, poder hacer tiempo en la cafetería que había siempre en todos esos sitios y que suponía abierta. O en uno de sus bancos al menos. Pero no. Por la noche la estación de tren de aquella gran ciudad cerraba.
Todavía se estaba alejando calle abajo en la soledad de la noche el taxi que le había traído cuando se le vino un pensamiento a la cabeza al encontrarse la puerta cerrada y al guardia de seguridad dentro: `menudo hijolagranputa el puto taxista´, que seguro lo sabía y aún así le había recogido en el aeropuerto y llevado hasta la mismísima puerta cerrada de la estación sin comentarle ese pequeño detalle.
Fatalista miró el cartel de la puerta que indicaba que permanecería cerrada hasta las 4:30 y luego su reloj. La 1 de la mañana. ¿Qué iba a hacer durante tres horas y media en medio de la calle ante una estación de tren enorme y cerrada, y a tomar por el culo del mundo? Le pasó por la cabeza volver a llamar a otro taxi y bajar al centro a hacer tiempo pero los bultos le iban a estar molestando todo el rato así que decidió hacer de tripas corazón y prepararse para ver pasar las horas en plan homeless sentado en la acera hasta que abrieran.
Al rato se dio cuenta de que no era el único. Una familia de sudamericanos, padre madre y dos niñas, estaba en las mismas. Habían tenido el mismo error de cálculo y la misma presunción. Lo suyo era peor. Estaban las niñas. A pesar de la complicidad dada la coincidencia no estaba la noche para confianzas. El recelo reflejado en la cara de la mujer al mirar al provinciano le dijo que ella al menos no se fiaba de ese tipo sentado en el suelo de la entrada de la estación solo en la madrugada de la gran ciudad. No llegaron a cruzar palabra que pudiera desmentir esa sensación. La indefensión de la situación justificaba la precaución y más en un país extraño pensó el provinciano.
Fue entonces cuando se le acercó Luisín. Evidentemente todavía no sabía que se llamaba así, pero no tardaría mucho en hacerlo pues el individuo se presentó educadamente. Era a las claras alguien que vivía en la calle por su forma de vestir y el gran bulto que acarreaba sobre ruedas con sus cosas. Tenía un cierto retraso mental. Rondaría los 35 y hablaba en frases apenas comprensibles por su falta de contexto. No parecía no obstante peligroso sino antes respetuoso. Estaba aseado e intentaba simplemente acercarse a hablar con quien fuera para aminorar su soledad, todo lo cual no reducía la prevención del provinciano.
Estaba claro que su agarradero, su elemento al que aferrarse, era aquello en lo que Luisín se sentía seguro y dominaba. De la "conversación" a retazos se deducía que el que se sentía más extraño en aquella situación era el provinciano y no Luisín. Resultaba sencillo entender que para él aquella noche no era la única que dormía en la calle a la puerta de la estación. Se movía con soltura en aquella realidad confusa para cualquier otro. De sus gestos se colegía cierta confianza y relativa seguridad en sí mismo en aquella situación aunque solo fuera por comparación con nosotros. A diferencia de los demás que estábamos por allí se alejaba lo suficiente de sus bultos para saber que no temía que nadie se los robara. Conocía las reglas, los horarios y las dimensiones de la noche a la puerta de aquella estación cerrada hasta las 4:30. Adoptó el papel de guía para los que no nos sentíamos cómodos en ese sitio y momento intentando que nos sintiéramos menos tensos. Sin embargo nada podía evitar la inquietud de la situación en medio de la soledad de la madrugada en una ciudad extraña. Ni Luisín con sus maneras sueltas. En realidad el mismo hecho de que hubiera quien se manejara en ella con soltura era en sí mismo inquietante.
Pronto empecé a pensar en Luisín. Lo miraba ir despacio de aquí para allá por la oscuridad solitaria de la fachada de la estación iluminada desde fuera por las luces insuficientes de la ciudad desierta. Iba murmurando para su adentros organizando en su cabeza las cosas que pasan en la noche como quien repasa una lista mentalmente o coloca un armario ficticio. ¿Cómo acababa alguien con su discapacidad pasando sus noches solo en una estación de una gran ciudad desde hacía tanto tiempo como para sentirse cómodo en aquel mundo?¿Quien lo había abandonado así?¿Qué padres descargaban su cansancio por cuidarle hasta el punto de dejarle vivir de ese modo su día a día creyendo que estaría seguro y era lo mejor para él?¿Qué institución había decidido que con la mayoría de edad Luisín ya no podía seguir siendo cosa suya y le había soltado a la ciudad para que durmiera cada noche en la estación desde hacía años?¿De qué tipo de familia desestructurada provenía?¿Qué cosas había visto?
Más tarde un vagabundo que hasta ese momento no se había movido y había pasado desapercibido, emergió de unas cajas y le gritó un par de frases inconexas amenazantes a Luisín desde las brumas del sueño, del alcohol o de la enfermedad mental. Luisín retrocedió sin herramientas ni habilidades con las que hacerle frente, a medias entre atemorizado y acostumbrado a los desplantes de superioridad de quien no tiene con quien vengarse de la vida y usa para ello a los que cree sus inferiores. No hubo más. Y Luisín volvió pronto a adoptar su rol de cicerone de la noche extraña para mi.
Pasaron así las horas lentas, sucias, grises, como el suelo de la acera en la que las había pasado sentado. A las cuatro y media en punto se abrieron las puertas de la estación dejando entrar al curioso grupo que formábamos los vagabundos, la familia y yo. Pronto empezó a llegar la gente que iba a tomar sus trenes hacia sus trabajos o desembarcaba de los vagones extendiéndose por la sala de espera volviendo a dar vida a la sala vacía hasta entonces. Luisín, tras poner a cargar su móvil en el enchufe de una columna con gesto acostumbrado de quien lo hace a diario, se arrogó la función de repartir los bancos libres entre los que habíamos estado esperando. Me resultó curioso su educado criterio para asegurarse de que las niñas estuvieran cómodas y nadie las molestara sentándose él mismo alejado conscientemente del grupo, sabedor de que generaba desconfianza en la madre.
Me despedí con una palabra y un gesto de Luisín cuando se abrió la entrada para mi tren y pasé a otra zona de la sala de espera. Desde allí seguí viéndole a lo lejos manejarse con soltura dirigiendo el especial tráfico de personas que se movían a aquella hora por la estación. Luego llamaron a mi tren y no miré atrás.
Desde ese día pienso a menudo en Luisín, durmiendo cada día sin alejarse demasiado de su maleta enorme a la entrada de la estación de Chamartín de Madrid esperando que abran las puertas cada madrugada a las 4:30 para poder enchufar su móvil y cargar su batería. Tratando de crear una atmósfera de comodidad y confianza en quien no sabía que la estación estaría cerrada y ha de quedarse allí tirado en plena calle hasta que amanece. Sin conseguirlo. Condenado a infundir un miedo que no pretende.
Era verano ese día. Hoy ya hace frío en la calle.
Y ya.