jueves, 14 de abril de 2016

HISTORIAS DEL GORDO BARKER




Se ganaba la vida trabajando desde casa. Al principio se había animado a sí mismo viendo en su movilidad reducida una oportunidad profesional y se había refugiado en el teletrabajo. Por ello apenas salía de la habitación en la que tenía el ordenador, una estancia que a base de residuos provocados por la pereza carecía de suelo. Al menos visible bajo el humus de escombros domésticos. Los envoltorios de pastelillos y bolsas de patatas fritas junto a los millones de kleenex usados rebosaban de la papelera, que un día fue improvisada canasta de baloncesto, en una cascada que recordaba un magma volcánico de plásticos multicolores, bolas de folios arrugados y pañuelos sucios que se derramaban hasta llegar a las paredes y los pies de los muebles. El único mínimo espacio expedito de aquel derrumbe invasor de sobras era el que ocupaban sus pies bajo la silla giratoria. Se posaban sobre la alfombra de restos envueltos en unas gastadas pantuflas que una vez imitaron el rostro y las orejas de un perro simpático. Lo demás que era el Gordo Barker estaba cubierto por una bata vieja de imposible color. Y no era que no lo hubiera tenido alguna vez, sino que las manchas de grasa y de inimaginables o inconfesables orígenes cubrían la prenda por completo escondiendo su inicial cromatismo bajo los churretones sospechosamente acartonados que la dotaban de cierto urbano mimetismo al estilo de las prendas militares pero en guarro.

La morbidez era en él sustantiva y no adjetiva. Su gordura era su esencia. Se medía por arrobas. Lo definía más que dotarlo de un rasgo propio que le caracterizara. No era rollizo ni robusto. Aquellos apelativos venían acompañados de una cierta connotación de simpática comprensión que en su presencia no cuadraban. Barker era asquerosamente gordo. Era el Gordo Barker. Todo era excesivo en él y las prendas que vestía tenían tamaños inconcebibles y desproporcionados para cualquier otra persona. Sus movimientos, cuando se producían, eran más bien deslizamientos, corrimientos de carne. Así era cuando se giraba lento para tomar del estante detrás suyo un libro aprovechando al máximo la posibilidad de su asiento de pivotar sobre si mismo y las torturadas ruedas siempre al límite de su resistencia. Recordaba en esos momentos a una oruga o una serpiente que mueve su cuerpo por segmentos. Hasta que no se detenía el oleaje magro de cada uno de sus círculos de grasa no empezaba el movimiento del siguiente. Y en los pocos casos en que usaba sus piernas para desplazar toda aquella obscena humanidad lentamente aquel metro que separaba la cama de la silla que se había convertido en parte suya como la concha a los caracoles (o iba a hacer sus necesidades en el baño poco más lejos) su paquidérmico arrastre originaba en el aire de la sala, en aplicación del principio de Arquímedes, un desalojo de un volumen de gas equivalente a la masa de la materia que entraba en el recipiente imaginario que era la habitación.


Su rostro venía congestionado de serie. No requería de esfuerzo alguno, por mínimo que fuera, para cubrirse de gesticulantes expresiones de molestia ni ruiditos guturales de disgusto. El sudor resbalaba generoso. Era posible verlo salir de sus poros si te fijabas. Cada gota individual tenía vida propia. Nacía, vivía e iba a morir a algún lugar lejano abajo impulsada por la ley de la gravedad. Caía en gotas gruesas desde su frente descendiendo haciendo riachuelillos a los que se sumaban otras como en una ventana de cristal haría la lluvia. Descendía así por su triple papada en tobogán digno de cualquier parque acuático hacia lugares escondidos bajo la bata. Una piel pálida en exceso, de una blancura de folio, porcina y marmorea, veteada de finas venillas y superficiales capilares azulados, grasienta y brillante, libidinosa e impúdica, sin sombra de vello, cubría aquella bamboleante masa que era su cuerpo grueso dotándole de cierta apariencia de carpa humana como un niveo y sucio circo vivo. Unas tetas grandes se posaban cual Buda risueño sobre una panza esférica, globo mapamundi tenso cuyas proporciones le obligaban a separarse de la mesa medio metro. Cortas y gruesas extremidades superiores (las inferiores eran leyenda oculta bajo toda aquella informidad aunque había quien decía que que acababan en babuchas de perro) nacían de hombros redondos sin límites definidos que permitieran saber donde acababa la espalda y empezaba el brazo, y finalizaban en gordezualas morcillas de leche rosada que aporreaban delicadamente el teclado eligiendo de una en una cada letra presionada en posados espaciados para configurar un texto que salía casi directamente más que de su cerebro de la punta de la lengua que asomaba de la comisura de su boca en gigantesco esfuerzo intelectual.


La luz del sol entraba sin permiso en rayos paralelos inclinados formados por los agujeros mecánicos de la persiana. Se dirigía recta hasta las sábanas deshechas de la cama en siete lineas titilantes del polvo que había en el aire que atravesaban, el aire infecto del cuarto, para estallar al llegar en un punto culminante de luz brillante cada una sobre la cama. Eso daba al dormitorio la poca iluminación que pugnaba con la azul de la pantalla del ordenador haciendo que todo estuviera en penumbra casi. En los escasos ratos que no tenía puestos los cascos que le permitían aislarse de un mundo que no le interesaba le llegaban sonidos que le inquietaban. Fuera, tras la entrada de la casa que daba al pasillo del piso, se oían ruidos ordinarios de rellano de vecindario. Entraban por el fino hilo de la puerta cuya hoja estaba siempre entreabierta en una incongruente previsión ante la hipotética situación de que los servicios de emergencia tuvieran que entrar a rescatarlo. Se oían puertas que se cerraban, pasos, golpes, voces agudas, chillonas recriminaciones o roncos insultos lejanos como ecos de fondo, ascensores que llegaban a su destino o partían y otros ruidos de origen incomprensible que despertaban su curiosidad aunque no tanto como para tratar de averiguar su génesis pues aquello le hubiera obligado a levantarse de su reino, y al fin y al cabo, se decía tratando de convencerse, para averiguar finalmente que tenían una razón cotidiana y aburrida en lugar de misteriosa no merecía la pena. No obstante eran su única espita de escape a la imaginación y recreaba fantasías, masturbatorias las más de las veces, montándose películas en su cabeza tras aquella vida de ruidos que había detrás de la puerta de su piso.


El Gordo Barker era virgen y no tenía clara su opción sexual si es que tenía alguna. Opción digo. Consumía porno por discos duros. De todo tipo. En una ocasión contrató los servicios de una profesional para salir de dudas pero no llegó a consumar ni a despejar por tanto sus inquietudes acerca de su impotencia porque a ella le había resultado imposible abrir la puerta contra las montañas de deshechos que cubrían la entrada de la casa. El mismísimo Diógenes hubiera estado orgulloso ante aquel complejo de libro. Ni los comerciales que trabajaban a puerta fría insistían demasiado ante aquella puerta semiabierta por el intenso olor a rancio que se desprendía por el intersticio. En una ocasión un ladrón que preparaba el terreno para posteriores golpes corrigió la marca con la que había señalado la madera sustituyendo el símbolo de "fácil" por el de "asqueroso" y la propia policía, que una vez había acudido alertada por la llamada de un vecino novato asustado por la puerta entreabierta y aquella peste, se había mostrado aliviada por no tener que entrar al recibir su voz como respuesta a su pregunta desde fuera.


Por lo demás era un tipo normal, de los que hubieran saludado en el rellano si alguna vez hubiera cruzado el umbral de su puerta. De los que los vecinos luego dirían que nadie se lo podía esperar pues era muy simpático y ayudaba a las ancianas con las bolsas de la compra. Era tan normal que hasta tenía padres y una hermana. Y un par de gatos. De hecho los tenía allí mismo, junto a él, a todos (menos a uno de los gatos). A la madre la tenía en el salón, momificada desde hacía dos años y los trozos del padre y de la hermana se confundían en el arcón congelador entre ellos en macabra mezcla familiar de la que iba tirando cada poco tiempo. El gato localizado campaba a sus anchas por la casa como el auténtico propietario que era. El otro estaba desaparecido desde hacía días. O al menos no recordaba habérselo comido.

Y ya.

(Ejercicios de ensayo de presentación de un personaje)

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