lunes, 24 de julio de 2017

EL INFIERNO DE LA ISLA DEL MILLÓN DE PINOS




"En aquella isla estaba Aarón, el niño hijoputa, que había ido de visita, y Will, el sombrerero consentidor, y Sean, que en cuanto vio el dinero entrar por la puerta descubrió su egoísmo y lo estrenó echando a su mujer a la calle, y el matrimonio Nanssën, quienes ya solo se comunicaban entre ellos mediante indirectas en redes sociales y que se mantenían frágilmente unidos por el fino hilo de tener un hijo juntos al que se pasaban entre sí en la playa como quien se pasa la sombrilla relevándose al irse uno y llegar el otro. En sus arenas se cruzaban en verano a diario Jan Pierre, el escultor loco, y don Leocadio. No se hablaban pero se odiaban cordialmente, como buenos vecinos, con maneras corteses. También estaba James, el inglés al que nadie había visto, escondido como pasaba sus días en su cabaña. Y Hanna, que parecía buena persona pero tenia un gusto pésimo. Y Delia que estaba triste porque su marido ya sólo le hacia rimas en asonante. Y la familia Chester que huía de la isla misteriosamente en cuanto llegaban los turistas, y toda la cohorte del frenopático que era aquel lugar..

A la isla se accedía en los años normales por un estrecho puente de dos carriles que hacía de aquella una artificial península. Estaba hecho de hormigón y de elitismo, y tenía el mágico poder de diferenciar a los residentes habituales de los visitantes puntuales. Servía así más para separar de tierra que para unirla con ella. Pasado el puente sus habitantes se sentían de alguna manera a salvo. A más de uno hubiera gustado que fuera levadizo. 
Se podía llegar por el agua también aunque no era lo frecuente. Las calas se usaban por los jóvenes para escapar fuera de la roca secretamente a los ojos de sus mayores cuando la oferta de ocio se volvía tediosa. Y es que en aquella época la población de la isla rejuvenecía. En verano se multiplicaba cuando desembarcaban las legiones de nietos rebajando la edad media. Era el momento de los invitados, hijos e hijas, nueras y yernos que se hacían los dueños del istmo unido a tierra por aquel puente. Eran invitados que pronto olvidaban tal condición reclamando para sí y su progenie los territorios conquistados con altivez de invasor malcriado. Era el precio que se pagaba por la compañía los unos y por la garantía de un futuro los otros. Porque sólo había tres tipos de descendientes en la isla según su grado de activismo hereditario; estaban los que simplemente esperaban de manera paciente que sus ancianos padres, los verdaderos dueños de las propiedades, fueran cayendo empujados por la edad, también había un grupo reconocible por su avaricia arrastrada que se frotaban las manos mientras contaban los segundos y los dineros por venir en su imaginación testamentaria. Por último todo el mundo sospechaba que había un tercer tipo que no pudiendo esperar que la naturaleza hiciera su trabajo procuraban acelerarla de alguna manera. Por su parte los causahabientes potenciales se regocijaban haciendo sufrir a priori a su interesada descendencia con mil y una formas de sutil tortura como triste recurso en venganza preventiva.


El piloto del barco que usaban los habitantes para ir a las islas cercanas, de nombre Ron, contaba los días para jubilarse. Era la nave propiedad de los habitantes de la isla que la sacaban a contrato cada año. Constituía a la vez escape a la rutina y medio de locomoción. Un refugio para algunas almas que querían huir sin irse lejos de la seguridad de la ínsula y la realidad. Ron no soportaba aquella invasión aunque le proporcionara un medio de vida en verano. Los odiaba. Muchos de ellos, demasiados para soportarlo, eran caprichosos y maleducados. Representaban todo lo contrario a aquello en lo que se había criado. Esperaba contra reloj que acabara el periodo vacacional para recuperar el barco para sí y usarlo para la pesca deshaciéndose de su función de chófer de autobús marítimo para aquellos engreídos aunque las dos fueran la misma chalupa. Ese era el trato.


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Fue en el año de la pandemia y el consiguiente confinamiento. Las extrañas circunstancias de aquel periodo obligaron a cerrar toda salida y acceso a la isla durante ese tiempo. Nadie durante más de catorce meses pudo irse de allí ni era bien recibido. Se consideró a aquella isla territorio libre de virus y hubo que salvaguardar tal privilegiada situación. Al principio nadie creyó que fuera en serio y, dado que no entraba en sus planes salir de la isla, no se veía inconveniente en las limitaciones impuestas. Si no se podía salir en unos días (que luego fue más de un año) pues no había problema. Allí tenían todo lo que necesitaban.

Todo empezó una buena mañana, cuando los habitantes del archipiélago se levantaron sorprendidos por la fuerte presencia policial. Había sucedido por fin lo que nadie esperaba y lo que todos sabían que pasaría algún día; el cadáver colgaba inerte de la rama a la vista de todos en medio de la plaza. Las miradas se cruzaban en busca de un asesino como si bastara con mirarse fijamente para que alguien confesara abrumado por los cuchicheos vecinales y sobrara toda investigación ante el poder de la presión pública.

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En la zona más agreste y desatendida de la roca, allá donde solo iban los jóvenes a probar la velocidad de sus nuevas motoras y a meterse mano a oscuras entre las sombras de los frondosos pinos, vivía Robur al que todos conocían por "el ermitaño tartaja". Compartía sus soledades con un enorme cangrejo al que había criado. Nadie en la isla molestaba al arisco habitante y él a cambio no los juzgaba. La cueva en la que vivía asomaba a los farallones que daban al norte. Golpeaban las olas aquella parte haciéndola impracticable y abrupta. No obstante un camino venía a morir a los pies de las ruinas del viejo faro.

La noche anterior a los hechos de autos algo puso nervioso a Max, el cangrejo, quien despertó con su agitación al ermitaño. Robur, no el cangrejo. Aquel estaba en medio de un desasosegante sueño que se repetía en sus noches con frecuencia. Él lo llamaba su caja de pesadilla: trataba de un único objeto que estaba en el centro de una habitación vacía. Las paredes desconchadas y sucias hablaban de abandono, de podredumbre y mal olor, pero no podía tener ninguna certeza más que del hecho incontestable de que en el centro de aquella sala había una vieja caja de zapatos. No sabía nada de lo que hubiera fuera de allí, ni si pertenecía a una gran casa o a un edificio de oficinas. Al fin y al cabo aquello solo era un sueño. Y Robur lo sabía.
Otra seguridad tenía acerca de aquella caja. Y era su contenido. Sin necesidad de abrirla sabía que allí dentro había viejos recortes amarillentos y fotografías. Imágenes y textos. Visiones, conversaciones, imaginaciones, recuerdos. Habían poblado su pensamiento millones de veces impidiéndole dormir. La caja latía en medio de la lóbrega estancia. Lo que había en su interior trataba de salir. Intentaba levantar la tapa. Tenía vida propia que hacía desbordar por los intersticios de la cubierta una fantasmagórica luz que pugnaba por escapar de su encierro. 
De alguna manera había logrado controlar que no se abriera sola ya. Y así permanecía siempre; bloqueada, tapada, temblando, moviéndose ligeramente por el piso, ..pero cerrada. A veces, cuando así lo decidía, y sólo lo hacía cuando se sentía muy fuerte, era él quien abría la caja y echaba un ojo a las viejas fotos y los quebradizos recortes. Su visión le hacía mucho daño, pero era necesario hacerlo con cierta frecuencia para demostrar quién mandaba. Ese día solía ser un mal día. Hacerlo era un mal trago, y aunque le hacía sufrir también le hacía sentir que era él quien decidía, que lo tenía todo bajo control. Momentáneamente. 
Aquella caja tenía el poder de convertirle en quien no era; En un amargado rencoroso celoso y suspicaz de cada sonido que hacían las cortinas. Y lo que era peor, en alguien irascible que se ponía furioso en menos de un minuto solo con pasar la vista por encima de aquello. Al menos ahora ya sólo acudía a ella voluntariamente. Hubo un tiempo en que no conseguía mantener la caja cerrada ni en el sueño ni fuera de él. 

El ermitaño había despertado en medio de aquella duermevela nerviosa y había aguzado el oído al entresentir una voz que conversaba. Lo ex-extraño de aquel mo-monólogo -pensó tartamudeando pues creía que tal como se hablaba se pensaba- era que so-solo había una voz y nadie la-la contestaba. Y sin embargo estaba claro que aquel hombre joven a quien no podía ver en la noche sino tan solo oír claramente, hablaba con alguien. Andaba por el camino sobre su cabeza en el borde del acantilado. "Tal vez el o-otro susurre tan ba-bajo que no oigo sus re-respuestas", se dijo. Eran las tres de la mañana y a Robur le molestaba sobremanera que interrumpieran su sueño de la caja y las rutinas nocturnas de su cangrejo. Nadie iba casi nunca por aquella parte, y menos a tales horas. Al menos a nada bueno si es que el sexo entre adolescentes entraba en esa categoría.

- Pues precisamente por eso te llamo -hablaba la voz en un tono más adecuado para las dos de la tarde que para la madrugada-, ..para saber en qué situación me quedo...
.. Que es que ha llegado a decirme al final de la conversación que no servía ni para tener hijos, y yo ya la he dicho; si no he tenido hijos es por que no he querido..

Y luego, al alejarse la voz que hablaba, se asentó el silencio propio de la noche a la que enmarcan las olas y las chicharras. La oscuridad sonora de siempre. Y Robur se durmió deseando recuperar su desasosiego donde lo había dejado.

También aquellas horas previas a la aparición del colgante cadáver habían sido de fiesta en otra parte de la isla. Ese día tocaba karaoke en casa de los Roaldssönn. Era aquella ya una fiesta tradicional cada verano y las visitas de segunda generación que se apoderaban de las propiedades y derechos esos días se autoinvitaban para meterse coca en los lavabos respetables de Amelia, la anfitriona, lejos del control visual de sus hijos que se quedaban, o eso les decían, en el cine al aire libre. Mientras, la gente normal cantaba canciones de los ochenta a pleno pulmón llenando la madrugada entre los pinos de voces desafinadas y risas. Aquel año lo hacían incluso más alto que otros. Para lograr cubrir con la manta de un cierto disimulo la situación. Era el primero que Sean no asistía aunque sí lo hacía su mujer. Su divorcio reciente, obligado y express, estaba aún caliente y la tensión social se cortaba a pesar de los intentos de los Roaldssönn, magníficos cicerones, porque todo fuera igual que siempre o mejor. Nada hacía sospechar que los mismos Roaldssönn se verían en esas solo tres días después cuando Amelia decidiera que quería conocer mundo, y hacerlo sola, y dejara para siempre el karaoke y a su maridito. Tampoco nada anunciaba lo que estaba pasando a solo unos centenares de metros. Uno de los habitantes de la isla estaba siendo asesinado en ese mismo momento mientras oía de fondo las gangosas voces de los puretas drogatas, reconocibles porque siempre aparcaban ocupando dos plazas e interrumpían a los verdaderos invitados arrancándoles de las manos los micrófonos en su delirio invasivo y desconsiderado para perpetrar su particular ataque coral a las letras de Bonney M. y Abba.

Nadie se dio cuenta de la ausencia momentánea de uno de ellos mientras aquello estaba sucediendo. Salvo otra persona de entre los invitados.


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Los papeles pronto se hicieron eco de la fatídica noticia dada la prominente personalidad del finado, conocido e influyente hombre de contactos y negocios a quien había acompañado en los últimos tiempos una fama hablada en bajo de escándalos y dineros oscuros. La edición matutina del diario local se agotó en pocas horas. Las gentes de la isla buscaba las fotos morbosas y las vistas aéreas intentando ubicar en ellas los predios de sus padres entre las copas de los árboles. Una de ellas levantó la voz de manera consciente en la playa para que todo el mundo cayera en la cuenta de que era su retoño el que se alzaba sonriente y ufano al fondo de la imagen periodística principal tras la cinta policial levantando ambos pulgares y guiñando el ojo.
Las voces y comentarios se alzaban no tanto, como hubiera sido esperable, por la conmiseración o la pena, sino por cuestiones relacionadas con la falta de delicadeza del vecino con el momento elegido para el fallecimiento o incluso por la cercanía del óbito a sus casas. Como si el propietario de aquel cuerpo que acababan de retirar de la gruesa rama los agentes judiciales bajo la supervisión del médico forense y la jueza a la que el caso había caído en suerte en su jurisdicción, hubiera tenido algo que ver en la decisión de cuándo y cómo iba a ser asesinado. Claro que no se aclaraba en aquellos comentarios a qué vecino se referían, si al matado o a un probable matador.
Hubo incluso quien destacó que aquello venía bien el mercado inmobiliario pues le daba a la isla cierto caché perdido ya en la memoria de mejores tiempos. Al fin y al cabo era uno de los habitantes de la isla más antiguos, y uno famoso además. Uno de los "propietarios" de toda la vida, no uno de aquellos advenedizos de segunda oleada, de esos a los que todos odiaban (y los que más los hijos de aquellos, por no ser de pura estirpe isleña y por ser propietarios antes que ellos herederos).
El barquero maldijo su estampa ante la inevitable consecuencia de una multiplicación de las visitas con sus inaguantables personalidades caprichosas. No tuvo tiempo Ron, sin embargo, para regodearse en su sufrimiento ante el advenimiento de la previsible turba de curiosos que alargarían la temporada impidiéndole dedicarse a su afición. A los pocos días falleció de un infarto que a nadie preocupó salvo por la inquietud de quién daría el servicio. Pronto se contrató a un nuevo capitán para el pequeño ferry. Un paraguayo de acento marcado del que todos resaltaban su carácter amable y la musicalidad de su idioma. No era difícil, decían las malas lenguas, destacar en comparación con la ajada acritud del anterior concesionario.

Aquella muerte, la del empresario, no la del barquero, cerraba bocas llenas de venenosos comentarios y procesos judiciales en marcha. A cambio abría nuevas especulaciones, visillos y curiosidades insanas y cotillas, daba alas a los malpensados y ocupaba el tiempo de los desocupados.

Rápidamente afloraron las primeras vocaciones detectivescas entre los más aburridos y empezaron a correr los primeros bulos e hipótesis. Contra lo que podría pensarse esas líneas imaginarias iban a marcar las primeras vías de investigación para la policía, que daba mucha importancia a las murmuraciones de comunidades tan pequeñas en sus indagaciones preliminares.

Tocó a Mulligan por turno la dirección de la investigación.

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No hacía ni una semana de todo aquello cuando una noche Max, el cangrejo, volvió a mostrar signos de nerviosismo tecleando de manera sincopada con las pinzas. Robur sabía por experiencia que aquello significaba habitualmente la presencia de alguien por los alrededores y harto de tanta visita nocturna asomó su cabeza por la entrada de la cueva. Los antecedentes no eran nada tranquilizadores. Precisamente había elegido hacerse ermitaño en aquella arte de la isla para huir de aquel tipo de molestias y le desagradaban sobremanera por suponer una ruptura de su descanso y de su rutina, pero sobre todo por interrumpir su sueño de la caja. De nu-nuevo esos borrachos, se dijo genéricamente sin referirse a nadie en concreto. Alguien armaba jaleo de manera desconsiderada hacia su cangrejo y el mismo así que enfadado alzó la voz amenazante "¿Por que no os va-vais a tocar los huevos a vu-vuestra puta casa?" La presencia huyó a la carrera denotando que no le gustaba haber sido descubierta. Robur, desconfiado, siguió no obstante atento durante unos minutos. Nada denotaba su presencia. No había luces ni ruidos. Sin embargo al cabo de un cuarto de hora Max empezó de nuevo a repiquetear su soniquete. Sigilosamente Robur se arrastró para sorprender al indeseado visitante. Ahí estaba, justo ante él. A menos de treinta pasos. No sabía qué era lo que hacía agachado en extraña postura. Era la parte del bosque en la que estaba el manantial que alimentaba de agua potable a toda la isla. Pensó que recogía el líquido de alguna forma. De pronto se dio cuenta de que por el contrario estaba vertiendo algo en el pozo. Gritando salió de su escondite justo a tiempo para impedir que aquello cayera en el agua en una gran cantidad. La visita alarmada dejó caer un recipiente y salió huyendo. Robur se acercó hasta donde segundos antes había estado aquella inquietante presencia y recogió del suelo el bidón casi lleno de matarratas.

"Esto ya pa-pasa de castaño oscuro" se dijo "Alguien ti-tiene que saber lo que está pasando".


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Había sido la comidilla de la isla cuando se instaló. El narco era lo suficiente conocido para que su asentamiento entre los pinos de la isla en su nueva casa no pasara desapercibido. Tampoco hacía nada por disimular. En el embarcadero se arracimaban tres lanchas a cual más chillona y vulgar en su exhibicionismo ostentoso. Había elegido una parte de la isla alejada de todos (Menos de Robur) y sus fiestas no se oían salvo si estabas cerca. Por algo habrá elegido aquella zona, fue el comentario generalizado.
Todos sospecharon de él en cuanto se supo lo del asesinato.

Aquella adjudicación de sospecha delictiva era injusta. Todo el mundo sabía que en la isla había más antecedentes penales y vecinos con asuntos sub iudice que olas que golpeaban las orillas; estaba el vecino funcionario del Ayuntamiento que esos días esperaba condena por unas adjudicaciones de obra a parientes suyos llevadas a cabo a lo largo de casi cuarenta años, o el proxeneta dueño del prostíbulo local, o el que era investigado por quemar a los cadáveres de su crematorio envueltos en ataúdes más baratos de los contratados,.. y había estado, hasta que le pilló la muerte sin que el asunto terminara de aclararse, el político del que se dijo que había vendido el viento llevándose una comisión.

La diferencia es que todos ellos eran cristianos viejos y residentes antiguos. El narco era un advenedizo.


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El detective Mulligan ya llevaba tres días ocupándose del asunto. Nada en claro había sacado de toda la información hasta ese momento recogida que fuera relevante para el caso. Y eso que la cantidad de información recabada era ingente. Bien pudiera parecer que los vecinos de la isla estaban predispuestos a colaborar por todo lo que le habían estado contando de manera casi imparable en aquellos pocos días. Sin embargo al teniente más bien le parecía tenérselas que ver con una cascada de maledicencias e intentos interesados de inclinar su investigación contra unos u otros. Viejas cuentas que saldar y rencores cainitas que habían estado esperando a sus preguntas para tomar forma como acusaciones y datos que nada parecían tener que ver con el asesinato. La cola a la puerta del improvisado despacho que había instalado en una de las salas del club social así lo atestiguaban. Entre los vecinos que esperaban para hacer sus voluntarias declaraciones se cruzaban miradas de sospecha y de venganza en forma de acusaciones sin fundamento y cuando a cada uno le tocaba el turno parecía vomitar sobre el inspector todos sus odios dando mucha más información de la necesaria sobre dimes y diretes, rumores y cotilleos. Sin embargo Múlligan, fiel al clásico de que entre la paja se encuentra finalmente la aguja, escuchaba disimulando su aburrimiento tras una cortina de interés fingido y atesoraba cada uno de ellos para luego tratar de ordenarlos y entresacar la información valiosa de la morralla.  
Así supo por ejemplo que el paso que comunicaba la isla con el continente ejercía sobre Delia un curioso efecto; Básicamente le hacía perder el contacto con la realidad, volverla un poco loca. En cuanto atravesaba aquella imaginaria barrera cambiaba su escala de valores y lo que hasta ese momento era dogma podía relativizarse en la isla. Los horarios, antes tan rígidos, pasaban a ser flexibles. Las obligaciones más cotidianas podían aparcarse. Las normas sociales a respetar habitualmente hacerse depender de su interés y comodidad. El calor ejercía en ella el mismo efecto haciéndola olvidar todo lo que no fuera ella. Y este curioso efecto inhibidor del sentido de la obligación ahora se veía respaldado moralmente con una cierta idea de justo reequilibrio con la vida, que se lo debía, pensaba ella después de tratarla tan mal recientemente.
También se enteró de aquella manera de que Don Leocadio, padre de Delia, había encontrado por fin el amor con James tras enviudar, y que aquella no le había perdonado nunca que no guardara suficiente tiempo de luto. Y que James contaba las croquetas cada mañana en busca de la huella delatora del ladrón que según él se las comía a escondidas. Y que Robur, había dejado de escribirle ripios a Delia al saber de sus devaneos, y de cuánto odiaba que le contaran las croquetas y sentirse un invitado. Y de cómo un día huyó y se hizo ermitaño al otro extremo de la isla.
Supo muchas más cosas entre las miles de historias que le fueron llegando en aquellas entrevistas. En solo esos tres días se había convertido en todo un experto cronista de aquella comunidad tan curiosa de la isla.
Conoció la historia de Hanna, otra de las vecinas. Una competente científica, que un buen día había reunido a su familia al completo -marido y dos gemelas ya casadas- para confesarles que llevaba diez años viviendo una doble vida con un pintor con el que se proponía casar tras obtener el divorcio. Su marido años después seguía sin asimilarlo. Las hijas y sus parejas se esforzaban en organizar los cuadrantes de visitas para evitar cruces engorrosos e incómodos. Era fácil porque los encuentros no se producían en la pequeña mansión. Hanna nunca había vuelto a la casa familiar aunque había pagado cada ladrillo. Un cierto sentimiento de culpa hacía que aunque no volviera a cruzar su umbral fuera el marido abandonado quien la disfrutara mientras las facturas seguían a nombre de Hanna. Un nombre que años después de aquello rampaba en el rótulo de la puerta todavía, a medias una añoranza perdida de tiempos más felices que había quien esperaba que todavía volvieran, a medias una declaración de intenciones, un recordatorio de quien era la verdadera propietaria de todo aquello. Conoció la curiosa relación de Sheila y su pareja, quien trabajaba de noche y no coincidían nunca juntos en la cama. Supo que él además, sintiéndose fuera de su ambiente como cónyuge de coheredera, se negaba a vivir en la isla y venía sólo de visita a verla a veces. Ella convivía con sus hermanas y familias, su madre, el perro y demás pobladores de la casa en tensa vigilancia de su futura herencia velando así por sus intereses. Sheila sentía una fuerte aversión por los olores. Había intentado cocinar encendiendo previamente velas aromáticas, pero ni por esas. Así que nunca cocinaba. Prefería que alguien lo hiciera. Como los Romanov que vivían juntos pero cada mediodía iban por separado a comer a casa de sus respectivos padres. Le contaron de la enemistad nacida de una amistad impostada entre los Fields y los Romanov, quienes un día, hartos de estar obligados a ser buenos amigos entre ellos para forzar que sus hijos lo fueran mutuamente explotaron y pidieron al juzgado sendas órdenes de alejamiento en base a las diabluras que se acometían los pequeños bastardos entre sí. El secretario judicial no salía de su asombro al redactar un atestado y posterior demanda en que pedían la medida preventiva aludiendo a que el niño de la una le tiraba chicles a la capucha de la hija de la otra durante las sesiones de cine el aire libre. Y por último conoció las peripecias de Rossanne, una de las gemelas hijas de Hanna, cuya madre, amen de otras cualidades ya expuestas, era ligera de manos y creía en la educación a través de la corrección preventiva de un buen par de guantazos a tiempo. Supo de cómo en una ocasión con unos invitados a cenar entró un cachorro y dieron por hecho que era suyo dada la familiaridad, hasta que al irse les recordaron que se olvidaban al chucho, momento en el que se aclaró el malentendido dado que no era de nadie. Nacía así una amistad que duraría 13 años. Al día siguiente una conocida de Rosseane le dijo literalmente "Anda, si es igual que uno que abandoné yo ayer" -la hijadeputa-..Le hablaron de cuando en una ocasión Rosseane hubo de llevar a la isla a toda prisa un vestido a su madre para una cita importante y en el trayecto murió su coche quedando en la cuneta y obligándole a hacer a pie la última parte del trayecto con el vestido en alto para evitar mancharse lo que ocasionó un retraso que a ojos de su progenitora la hizo acreedora de una buena hostia. Y de como a la vuelta se lo encontró a la una de la mañana completamente desvalijado a cien metros del puente de acceso a la isla, causa suficiente para la segunda hostia de la noche. Y de la vez en que con la primera marcha metida se empotró contra la caldera en el garaje.. Informaciones todas ellas sin duda valiosas para su investigación, pensó Mulligan

- Supongo que tienen al viejo bajo vigilancia -le espetó la cotilla local y oficial al detective interrumpiendo el curso de sus pensamientos sin especificar a cual de los viejos se refería como si esa alusión centrara el tiro de algún modo-, el ermitaño ese que vive debajo del faro al otro extremo de la isla, digo -aclaró-.

- Tomo nota señora -respondió hosco el agente.


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Inasequibles al desaliento, sin verse afectados por los recientes acontecimientos, aquella noche la vida social continuó y se celebró una fiesta en la misma plaza donde días antes apareciera colgado el cadáver. Nadie pensó en la posible falta de tacto. Allí se dio cita la isla toda. No faltó Will el consentidor, ni su mujer, que acudió con su amante y los tres bailaron sincopados. Estaban también los Nanssën aparentando ser una pareja normal, los Fields y los Romanov manteniendo las apariencias y las distancias a las que habían sido condenados por sentencia judicial, y la hermana gemela de Rosseane con su marido recién ascendido al generalato. El mismo que el verano pasado protagonizara un directo en un concierto improvisado -memorable actuación, todo sea dicho-, y del que las malas víboras esperaban poder sacar un par de instantáneas para colgarlas en las redes y dañar la reputación que el nuevo puesto llevaba aparejada. 
La gente bailaba y de vez en cuando salía de la pista para volver al ruedo de los mentideros que se formaban en círculos pequeños. Era la comidilla el nuevo cotilleo; La pareja perfecta; Los Roaldssön, había roto. `Era impensable en gente tan cariñosa. Se les veía tan bien..´-decían los que nunca les desearon bien alguno-, `se veía venir´ -afirmaban los adivinos de lo pretérito-. La única verdad es que el día anterior Amelia había decidido ponerse tetas nuevas e irse de casa dejando a su marido compuesto y sin novia sin más preaviso. Con dos niñas, eso si. De nada había valido la reciente renovación de votos en una isla caribeña ni las largas charlas madre-hija hasta la madrugada con la mayor. Murmullos intencionados hubo que contaron historias de tijeras. Lo curioso es que ambos, profesores en el mismo instituto, se verían a diario hasta jubilarse. También fue protagonista de envidiosas referencias Rosseane, que acababa de dar con la puerta en las narices a su jefe, que la tenía esclavizada, por el gratificante método de "Ahí te quedas tú y tu puta pescadería de mierda" toda vez que sin habérselo dicho a nadie se había sacado unas oposiciones. Y Abraham, cincuentón amenazado de despido, al que se veía desmejorar a ojos vista siempre que se quitara de en medio la vacaburra de su mujer cuya corporeidad inmensa solía ocultarlo, también ocupó las conversaciones de los corrillos.
Por unas horas todo el mundo olvidaba lo sucedido en ese mismo lugar días atrás y se aprestó al delirio de la fiesta ambientada por un DJ contratado al efecto.

Los más jóvenes miraban desde fuera del circo a sus mayores mientras esperaban que se cansaran y devolvieran la pista a quienes pensaban que eran sus legítimos poseedores. Comentaban las evoluciones de la animada compaña con la sorna que proporciona la soberbia de la juventud en la mayoría de los casos. Alguno miraba con lujuria vidriosa a las madres más atractivas y despendoladas. Ellas sentían en sus curvas las miradas adolescentes y se sentían halagadas. El alcohol hizo lentamente sus estragos provocando que los pasos de cada baile perdieran sentido estético a cambio de ganar en atletismo de gacela que pretende demostrar su fuerza ante el depredador de la madurez. Como queriendo reafirmarse en la vida a base de arrítmicos movimientos.

En general la gente se lo pasaba bien. Era parte del contrato social y de la obligación de mantener las apariencias y expectativas gregarias pero no había motivo para que no pudiera disfrutarse.

Mulligan destacaba de aquel paisaje como la luz de un faro a pesar de sus intentos por pasar desapercibido. Sentado en una de las sillas lejanas de la terraza miraba con rigor científico la escena que se le presentaba delante. No es que tuviera ninguna esperanza de averiguar nada relativo al caso pero nunca se sabía quien podía soltar alguna inconveniencia con una copa de más. La experiencia le indicaba que las lenguas sueltas se prodigaban más en este tipo de eventos que en la sala de interrogatorios. 
Con disimulo escuchaba lo que sucedía en la mesa cercana. Aquellos parásitos hijos de los verdaderos propietarios eran miserables hasta en los menores detalles. Un grupo de tres parejas estaba haciendo sudar la gota gorda al pobre camarero exigiendo que se les cobrara cada consumición por separado. `Hay que ser cutre y zafio. La ordinariez no está reñida con tener dinero¨, pensó. 
Era la única persona de toda la plaza vestida de oscuro. Ni en los momentos de discreción como aquel lograba la soledad deseada para llevar a cabo su trabajo y poder hablar consigo mismo haciendo recapitulaciones y análisis. Solo le quedaba observar. El silencio era imposible de lograr bajo los efectos estroboscópicos de los rayos de luz y los golpes de las ondas de sonido contra los muretes. La soledad era un contrasentido en aquella plaza abarrotada. Y además no era respetado el buscado aislamiento en el alejamiento del bullicio, pues cada pocos minutos algún vecino se acercaba con la copa en la mano, como quien no quiere la cosa, a verter su veneno contra otro de los presentes a quien señalaba disimuladamente entre cuchicheos tratando de influir en el detective redireccionando sus investigaciones hacia quien toda la culpa que tenía en el asunto era tener un gato que maullaba estridente en las noches veraniegas. 

- Supongo que tienen al viejo bajo vigilancia -volvió a repetirle la cotilla local-, el ermitaño ese que vive debajo del faro al otro extremo de la isla, digo -volvió a aclarar repitiendo como un deja vu la escena de la mañana-.

- Tomo nota señora -contestó de nuevo el policía calcando la conversación ya mantenida sin apreciar en la cotilla pistas de que para ella no fuera la primera vez que la mantenía.

Luego la vio alejarse tras haber sembrado su semillita de odio. Con la mirada la siguió mientras rodeaba a la multitud frenética como si no fuera con ella y se dirigía despacio tras las luces de los pinos iluminados de colores sicodélicos por los cañones de luz fosforescente de la fiesta hacia su casa. Pensó en lo ridículo de la escena. De lo mal que casaban aquellos sonidos retumbando y aquellos golpes lumínicos con la situación y el bosque de árboles centenarios de cuyas ramas colgaban los cables, los bafles y las lámparas.

- Fumo más cuanto ma-más me abu-burro -dijo una voz a su izquierda.

Mulligan giró la cabeza para ver quien había dicho aquello aunque el tartamudeo delataba.a Robur, el ermitaño en persona. La punta naranja de la luz del cigarro iluminaba en cada aspiración sus pliegues dándole un aire misterioso en la penumbra. No sabía cuanto tiempo llevaba ahí. Parecía tranquilo entre las sombras. Era imposible que no hubiera oído el venenoso comentario.

- Si la ge-gente supiera ese otro tic nervioso me o-odiarían más aún. -continuó más hablando para sí mismo que para el detective-. Se darían cu-cuenta de que mis silencios mientras pa-parlotean se ocupan en mi cabeza con mi re-resentimiento hacia su charla banal, y de que el número de mis ci-cigarros es la medida objetiva de lo que siento por e-ellos.

No pidió permiso cuando se sentó a su mesa sin dar muestras de estar hablando con nadie que no fuera él mismo ni de si el comentario maledicente le había afectado de algún modo.

- Es todo tan ri-ridículo..-concluyó-. En eso estoy de-de acuerdo con u-usted -comentó sin dejar de mirar al frente como si le hubiera leído el pensamiento e iniciando por primera vez un vínculo.
- ¿Qué le hace pensar que me parece ridículo algo?-preguntó Mulligan.
- No le insulta-taré -dijo seco- Ni si-siquiera voy a molestarle con mi cha-charla. Si me siento a su la-lado es precisa-me-mente porque es la única persona que no qui-quiere que le hablen de to-toda la isla en este momen-men-to -subrayó-. Como yo.

Durante los siguientes minutos el silencio se instaló entre ambos y el humo de sus cigarros se elevó paralelo. La música sonaba golpeando el cielo estrellado ante ellos como una piel de tambor. Los dos miraban al frente. La masa informe se movía como latiendo. Se expandía y retraía, crecía y empequeñecía, danzaba giróvaga entre pasos de baile arrítmicos, alcoholes y lascivias contenidas. Las células que formaban aquel órgano se organizaban por círculos y se comunicaban entre ellas a voces por el volumen, o en la distancia de círculo a círculo mediante miradas tensas, cortas, hechas a ráfagas que en las mentes de al menos uno de los interlocutores significaban promesas aunque en la realidad no lo fueran. O si. "Emisor-mensaje-receptor-canal", pensó Mulligan rememorando las clases de lenguaje cuando chico. A veces los dos interlocutores coincidían en expectativas y sus miradas se prolongaban unos instantes más de lo necesario. Aquella isla era una bomba en potencia. Como todas.

- Ha pasado al-algo que de-debe sa-saber -rompió el viejo el vacío.


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De camino a la cueva del ermitaño no habían cruzado más de veinte palabras y media, lo cual en el caso de Robur era bastante literal. El alba los había ido acompañando a medida que se acercaban a los farallones recibiéndoles entre los árboles. La fiesta había ido languideciendo lentamente. Los vecinos se habían retirado a sus aposentos como arrastrando los pies sin ganas al acabar la música. El recorrido estaba jalonado de los más inesperados restos de la batalla: Vasos de plástico a los que el viento había arrastrado en aquella dirección, alguna prenda perdida, roderas de las motocicletas, preservativos abandonados deprisa a la vera de la senda, .. e incluso una borracha dormida en la cuneta.

Mulligan sabía que lo que le acababa de contar el viejo era importante, pero no tenía claro aún cómo encajaba en su caso ni el alcance de las implicaciones que tenía. Sólo empezó a ser algo concreto mientras daba vueltas a la lata de matarratas entre sus manos enguantadas y la guardaba sujetándola por el extremo de un lápiz en la bolsa de comida para cangrejos domesticados que, a falta de otra más aséptica, le había dado el ermitaño a modo de envase para las pruebas. "Nota mental; mientras estés en esta puta isla beber sólo agua embotellada"

Tampoco el episodio de la extraña conversación interceptada la noche de autos le dejaba nada claro Podía tratarse de algo casual que no tuviera que ver con el asunto que investigaba. O sí.

- ¿Tiene ya algún sospe-pechoso? -inquirió Robur al detective.
- Si fuera por alguna de sus vecinas usted debería encabezar la lista -contestó este-.Y usted ¿Sospecha de alguien?
- Aquí todos esta-tan lo-locos -afirmó tajante-.Y to-todos, absolutamente to-todos, tienen motivos ocultos para acuchillarse unos a otros en la ingle.
- Pero el muerto apareció colgado de una rama.
- Cierto -convino el viejo- Lo cual eli-limina la posibilidad de envenenamiento por cu-curare en una flecha yanonami pero po-poco más.
- ¿Cómo sabe que no fue suicidio?
- Nadie que no espere heredar al-algún día alguna de las propiedades de la isla o ha-hacer la puñeta a sus herederos durante el ti-tiempo que le quede hasta que eso suceda pasa más de un di-día en esta isla, Y usted está aquí de-desde hace ya tres días.
- Usted también vive aquí.
- Yo quiero recuperar a la mujer con la que me casé -dijo lacónico-.
- No ha tartamudeado al decirlo.
- Es ve-verdad.
- ¿Qué le impide conseguirlo?- Se interesó.
- Este maldito ca-calor y el efecto que tiene este si-sitio y el sol sobre ella -explicó- No es la misma cuando está a-aquí. Todo pasa a segundo plano me-menos el sol, el ca-calor y este sitio que es su infancia en forma de is-isla, de pinos, de playa, de a-agua del mar y de re-recuerdos. No hay nada que la sa-saque de este lugar. Solo existen e-ella y su ma-maldita isla.
- En todo caso -cambió de tema- me cuesta creer que no haya nadie sin motivos espurios para estar aquí. -Mulligan andaba junto a Robur de regreso con la bolsa de pruebas de la mano. La luz del día ya era completa-.
- Puede que haya algu-guno. Se equivocan. Prueba y error. Duran po-poco. La atmósfera se hace irrespirable si no ma-manejas los códigos adecuados. Este si-sitio no solo está rodeado de a-agua. También el aire viciado lo co-convierte en un espacio cerrado. Los forasteros no so-somos bienvenidos.
- ¿Se considera un forastero a pesar de los años que lleva viviendo aquí? -manifestó el teniente su extrañeza-.
- No se trata de lo que yo me co-considere, sino de lo que te consideran "e-ellos" -aclaró el viejo didáctico- Si de verdad cree importante co-conocer lo que pa-pasa en esta isla para resolver su caso lo pri-primero que debe ha-hacer es tener claras las categorías que todos aceptan y tienen en la ca-cabeza: Están los de pura s-sangre,.. los pegados.. los advenedizos.., están los pro-propietarios originarios, sus descendientes, ..las pa-parejas de estos; cuñados, yernos..,.. y dentro de algunas de estas cla-clasificaciones a su vez los aceptados y los que no lo están.. están los que es-esperan.. están los que duran más de lo que se espera.. están los su-sumisos.. y los que no a-aguantan más humillaciones,.. están los mayores, los de mediana edad, los jo-jóvenes.. Y puedo asegurarle que en cada uno de esos ni-nidos de víboras hay resentimiento para construir otra isla. Mo-motivos para matarse no fa-faltan. Cada casa y cada intimidad es un pe-pequeño misterio. Y si de algo andamos sobrados por aquí apa-parte de rencores e intereses es de capacidad de apa-parentar lo que no se es.
- Para conocer tan bien a la gente de aquí me extraña que no reconociera al extraño.
- Puede que no fuera de-de los frecuentes, o la os-oscuridad, o simplemente que ya estoy vi-viejo.
- Muy instructivo. Ha sido muy muy muy instructivo -Dijo Mulligan a modo de despedida al llegar al extremo del pinar donde empezaban las casas y se separaba del ermitaño.
- No se burle -dijo según volvía sobre sus pasos el ermitaño que había creído entrever un poso de ironía en la aliteración.


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El consumo de agua potable quedó restringido al de agua mineral y la dueña del supermercado hizo con ello su particular agosto. La decisión de las autoridades de analizar el eventual efecto de un posible vertido venenoso y de prohibir el uso del aljibe comunitario temporalmente quedó enmascarada en unas supuestas obras de mantenimiento y limpieza. No era cosa de andar asustando a la población con protocolos de actuación antiterrorista o sombras y rumores sin pruebas aún sobre un perturbado de algún tipo. Sin embargo a nadie escapó el detalle de la sustitución de Alfred, el portero bonachón que levantaba la barrera en el puente que unía la isla a tierra y que conocía a todos los pobladores, por dos sujetos a los que delataban ciertos aires militares. Quizás a tan despierta conclusión contribuyeran las gafas de sol, las ínfulas castrenses, el hecho de pedir a la entrada y salida la documentación a todos sin excepción, a que revisaban los vehículos con espejos al final de barras metálicas,.. y puede que el circuito de sacos terreros formando una s que obligaba a ralentizar la marcha, los cascos, la vestimenta de camuflaje y los fusiles de asalto que con naturalidad espontanea vestían apoyados en sus chalecos antibalas también apoyaran esta impresión.


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- La señorita Violeta, en el invernadero, con el candelabro -dijo Mulligan levantando la mirada de sus notas- ¡Y a tomar por saco ya!
- Jajajajaja -rio Regueras desde su mesa-. Parece que este caso le afecta teniente.
- No especialmente- respondió-, pero es que me iba a ir de vacaciones y me las ha fastidiado.
- ¿Algo a lo que agarrarse hasta ahora?
- Esa isla es una casa de locos. Con decirte que mi confidente más fiable es un tartaja que vive en una cueva con un cangrejo amaestrado te lo he dicho ya todo.
- No será para tanto -apuntó el compañero.
- No te haces una idea -sentenció retrepandose en su silla de despacho dispuesto a recrearse-. Y lo peor es que me van a volver loco a mi. Cada uno intentando malmeter contra su vecino, mi contacto hablándome de sus pesadillas acerca de una caja que late, un envenenador,.. Hazme caso; un manicomio, un frenopático, una casa de orates, te lo digo yo.
- Algo bueno tendrá el sitio cuando tanta gente quiere vivir allí.
- Bueno -admitió Mulligan-. La infidelidad está en el aire si eso es una virtud.
- Hay para quien lo es, desde luego.
- No se. Tengo la sensación de que la mayor parte de la gente está.. ¿Cómo diría yo?.. esperando algo.
- ¿La llegada del Mesías? -rio Regueras Burlón.
- No. Más bien la partida del padre, ya que te pones bíblico.
- Ya veo. Asunto de herencias.
- Allí las herencias son una religión en si mismas. Son la esperanza en las que la gente tiene depositada la fe y a cuyo dios ofrecen sus sacrificios estivales. Aquello es el reino del aguante y de la sonrisa falsa.
- Y claro -apuntó-, a veces estalla la tensión.
- Exacto.
- ¿Tiene pinta entonces de que este ha sido el caso? -se interesó el policía.
- No lo sé. Te juro que no lo sé -dudó Mulligan-. Por un lado me extrañaría que no tuviera nada que ver con eso, pero por otro es demasiado embrollado para algo tan simple.
- Un viejo zorro como usted encontrará pronto un hilo del que tirar.


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En ausencia del detective encargado de la investigación algunos de los vecinos, descontentos con la marcha de las indagaciones policiales, habían decidido tomar las riendas del asunto. Los había entre ellos partidarios de crear milicias y patrullas ciudadanas de "vigilantes". También Sherlocks aficionados, resentidos por que no se hubiera seguido el rastro de la indiscutible pista sobre la que habían puesto a las autoridades, meros cotillas, etc. Uno de los líderes vecinales, al que por todo mérito adornaba decir ser ingeniero en algo, convocó un reunión multitudinaria para "abordar el asunto". Y allá fueron todos cada uno con sus cuitas e intereses personales empujados como por una fuerza mágica incapaces de resistirse a una llamada hecha por alguien con título universitario. Pronto hubo de dar un puñetazo en la mesa el supuesto ingeniero para reconducir el encuentro ya que sin haberlo pretendido aquello se había convertido en una mera reunión de la comunidad en la que sin darse cuenta de cómo, se hallaban hablando de la renovación del contrato del barquero, de la nueva pintura del puente o de lo mal barridas que estaban las aceras. El tono de las intervenciones se volvió encendido y empezaron a aflorar los comentarios malintencionados y las acusaciones cobardes a los ausentes sin asomo de prueba. La atmósfera inquisitorial se hizo por momentos irrespirable en medio del cruce de acusaciones de incompetencia a la policía que en opinión de algunos no se estaba ganando el sueldo, de testimonios poco válidos y confusos, de insinuaciones insidiosas sin respaldo de mayor veracidad que antiguas querellas entre colindantes, de los "vosotros fiaros de mi que no puedo decir cómo lo sé pero lo sé.", etc. El grupo de los "herederos" acusaba al de los "nuevos propietarios" de indiferentes y tibios por no apoyar sus vociferantes propuestas radicales. La cuestión alcanzó su máxima candencia cuando alguien propuso votar expulsar a uno de los advenedizos.

- Si hombre -dijo el interesado-, lo que me faltaba. Que fuerais a votar si me dejáis entrar en vuestra pandilla de amiguitos como hacíais cuando erais niños malcriados.

Aquella alusión fue intencionadamente malinterpretada y sirvió de excusa para el enfrentamiento y la polarización clara en dos bandos en el debate. Hubo quien exagerando la nota acentuó los términos para ello. Varios de los ofendidos por la referencia a su crianza privilegiada lo tomaron como un ataque personal. Evidentemente lo era. El interlocutor ofendido destilaba mala baba en su frase dejando leer entre líneas su desprecio por quienes vivían de prestado en propiedad paterna en comparación con los últimos llegados que habían adquirido por si mismos las propiedades. Hubo teatrales salidas y portazos, llamamientos poco convincentes a la serenidad, sonrisas maliciosas de colmillo retorcido de quienes disfrutaban el penoso espectáculo de la cizaña sembrada, y en resumen.. no hubo nada. Excepto la expulsión simbólica del sujeto del grupo de whatsapp. Y aquello sí que fue demasiado.

Cuando tras el fin de semana Mulligan volvió a la isla a continuar las indagaciones algo había cambiado. Estaba en el aire. En los silencios. En la tensión en las miradas. En el enorme grafitti pintado sobre la calzada del puente de entrada que rezaba "NUEVOS GO HOME". Tras hora y media de interrogatorio tortuoso al tartaja consiguió hacerse una idea de lo sucedido mientras no estaba. Robur no había asistido a la reunión en manifestación de disconformidad asocial con el sistema, pero se había acercado escondiéndose de pino a pino hasta llegar cerca para a ver si entre los asistentes estaba su mujer. Y ya que estaba allí había espiado un poco desde la ventana por lo que pudo hacer un relato aproximado (nunca mejor dicho). Lento pero aproximado.


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La temporada iba tocando a su fin. El detective se daba cuenta de que debía cerrar cuanto antes su investigación si no quería encontrarse en breve una isla desierta de testigos que se hubieran mudado a la ciudad. El cielo empezaba a oscurecer antes y el día se acortaba perceptiblemente. Por encima de su vista las copas ululaban con el aire que anunciaban que el verano terminaba y nuevos colores se hacían dueños del horizonte de pinos. Aparecía morados tenues que sustituían a los anaranjados y volvía el silencio.
Delia estaba triste pues su época preferida, su infancia rememorada en bucle cada año, se terminaba. No quería irse de allí. No quería que el verano acabara. No quería que acabara su niñez. No quería que nada acabara. La metáfora del otoño de su vida anunciándose por encima de las agujas verdes era como un escupitajo que le lanzaba la vida. En sus paseos por la isla cada vez veía más postigos cerrados. Los vecinos volvían a la ciudad tras el estío. Sólo una cuarta parte de las casas seguirían teniendo luces durante el invierno. Los caminos quedarían vacíos de bicicletas y de gritos juguetones de los críos. A lo lejos se oiría un ladrido.

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La tarea policial de vigilancia era aburrida. Ahí estaban los dos en el coche, esperando que algo sucediera. Las luces de la casa estaban encendidas. Nadie había salido ni entrado desde hacía más de una hora. Nada parecía indicar que aquel sujeto concreto estuviera más implicado que otro, pero a Mulligan algo no le encajaba.

- ¿Le he contado alguna vez cómo nos olvidamos los restos de mi abuelo la vez que fuimos a echar sus cenizas al mar, teniente? -dijo el agente-. Para morirse de risa.

Mulligan se arrellanó en su asiento sabedor de lo que venía a continuación pues había oído la historia mil veces. Compuso gesto interesado y se dispuso a escuchar.

- Dispara.
- Me extraña que no se la haya contado aún ¿No me estará engañando para darme coba, verdad?, bueno, es igual.. Pues resulta que cuando mi esposa murió no se lo quise contar a mi abuela. A la pobre le hubiera destrozado aquello. Así que cuando murió el viejo pedí a una vieja amiga que se hiciera pasar por ella y que hiciera el paripé ante la abuela. Estaba casi ciega y estaba segura de que no se daría cuenta. Mi amiga lo hizo por los viejos tiempos y todo eso, ya sabe... Y por que me tenía ganas y quería que le debiera una.
- Muy normal todo -apostilló el detective.
- Si -receló el agente ante la ironía-. Lo cierto es que el día del funeral se me había olvidado decirle a mi amiga que lo que en realidad íbamos a hacer era ir al puerto, coger una barquita, adentrarrnos en el mar un par de millas y soltar sus cenizas allí, como había pedido el cabrón del viejo. Todos, incluida mi abuela, íbamos vestidos para la ocasión. Con prendas cómodas y marineras ¿entiende?
- Entiendo.
- Y ahí tiene a mi amiga de negro riguroso, velo incluido, zapatos de tacón y medias de cristal.
- Lo mejor para capear un temporal.
- Dio igual -sostuvo el policía. -Porque cuando tras una hora de navegar llegamos al punto del mapa la abuela se había olvidado en tierra la urna con las cenizas del viejo. Cuando volvimos allí estaban, en el pantalán, esperándonos. Una gaviota encima posada como si tal cosa.
- ¿No fastidies? -disimuló Mulligan-.
- Increíble, ¿verdad?
- Del todo.
- Pues que me muera si no es cierto.

Ahora viene la del billar, pensó el detective.

- ¿Y la del billar? Esa si que es buena. El viejo era la hostia.
-¿Cual es esa? -mintió Mulligan-.
- Pues verá, mi abuelo tenía sus propios tacos bajo llave -explicó el policía-, y una noche de juerga los sacamos mis amigos y yo para jugar. Haciendo el ganso como si manejáramos unas espadas le clavé uno de los tacos a un amigo en un ojo.
- ¿A usted no le pasaban nunca cosas normales? -interrogó el detective-.
- No a menudo -continuó-. Pues bien, ahí estábamos mis amigos y yo en el coche volando a urgencias, el suelo encharcado de sangre, mi amigo sujetándose el ojo para que no se le saliera de la cuenca. A las horas volvimos. El viejo nos esperaba enfadado. Le contamos la historia, miró fijamente el gran vendaje de mi amigo, y lentamente, con toda la parsimonia del mundo.. me dio un bofetón que me mandó al fondo de la sala de billar. Lo cierto es que no me sorprendió. Menuda la habíamos armado: herida grave, sangre en el coche, susto.. y va y suelta "¡¡Que sea la última vez que me coges los tacos y no los vuelves a guardar en el mismo orden en el que estaban!!". Acojonante, ¿No?.
-Completamente..
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Renne, la pareja de Rosseanne era bueno contando historias. En su boca nunca eran simplemente inicio, nudo y desenlace. Había continuos flashbacks, lagunas de memoria acerca de por dónde se llegaba, mezclas e intertextualidades no intencionadas, vueltas atrás, olvidos, puntos retomados, referencias, historias paralelas simultaneas y spinoffs. Lo mejor era que parecía contarse las historias para sí mismo y no para su audiencia, que quedaba pensativo en silencio en ocasiones de modo que todos creían que había acabado, para al minuto siguiente, con otra conversación ya empezada sobre otra cosa, recapitular la suya y continuarla donde se había quedado sin la menor consideración hacia el nuevo cuentacuentos.
Ya eran auténticos clásicos sus relatos sobre el general que había roto la lámpara del techo haciéndole el salto del tigre a su señora. O aquel otro en que en una ocasión se interesó por los hijos adoptados en Etiopía por un conocido preguntándole "..por los dos negros aquellos que te trajiste", o como mató una serpiente una vez en su jardín aplastándole la cabeza con una pala porque su teléfono al describírsela le decía que era una especie sumamente venenosa que sólo se daba en Sumatra y aún seguía preguntándose como podía haber llegado a su jardín. Seguramente la vez que más graciosa le salió una historia fue aquella en que describió cuando había presenciado una discusión que acabó en ruptura de amistades por causa de unas gambas. Relataba con gracia que uno de los enemistados no quería cocinar porque le dejaba olor en la ropa y el otro se negaba a asistir a la cena si no había gambas a la plancha.

No era un palacete ni una verdadera mansión pero sí era más grande que la mayor parte de las residencias de la isla. La casa que Hanna había comprado y ahora disfrutaban todos menos ella desde su divorcio tenía que serlo para dar cabida a tanta gente. Durante los inviernos solo la poblaban los ratones, pero al irse acercando los veranos, como una magnética atracción, la gente allegada que compartía lazos de sangre se apuntaba en vórtice hipnótico a disfrutar sus ventajas, y, a medida que los días pasaban de mayo a Junio y luego a Julio como una espiral de visitantes las distintas ramas familiares se iban asentando allí tomando posesión de sus estancias con la excusa de hacer compañía al pater familias en los largos veranos. Renné y Rosseanne eran los mejores de todos ellos. Renné se sabía "pegado" al no ser suya la casa sino de la madre de su mujer. Pagaba su deuda con predisposición continua a hacer el más mínimo recado que se le pedía y jugando partidas de cartas con el padre de su esposa, que ejercía de figura patriarcal y cabeza de aquella extrañamente desestructurada saga familiar. No es lo mismo si hay dinero. El otro ala era ocupada por la hermana gemela de Rosseanne y los suyos. Su marido, recién estrenado su ascenso al generalato, proyectaba su frustración de mando en aquella parcela de su vida. Nadie le hacía el menor caso en el cuartel por lo que su deseo era orden en la villa, donde, al contrario que la actitud humilde de Renne contrastaba su rol de "invitado" con despotismo y prepotencia. Para más inri era un agarrado de manual que iba apagando luces a su paso por los pasillos para atenuar el único pago del que por dignidad obligada se hacía cargo durante la permanencia de su familia en la casa de su suegra. Su avaricia era legendaria desde que se supo que en una ocasión se había levantado de la cama en pijama y, agazapado en la noche, había roto a pedradas las bombillas de las farolas que rodeaban la casa para que no consumieran.
Durante el confinamiento, con las medidas profilácticas que conllevaba, gustaba de ejercer de vigilante de la costumbre ajena. Se respaldaba en que por su cargo y responsabilidades había de dar ejemplo, y que si él había de ser estricto no veía motivo para que os demás no lo fueran. Por ello a su alrededor todo el mundo celebraba fiestas saltándose el toque de queda pero lo hacía en silencio y a espaldas suyas para que no se enterara.

Robur recordaba bien el día que había tomado la decisión de hacerse ermitaño y tartamudo. Algo le había estado diciendo durante todo aquel verano que se estaba acercando la gota que iba a colmar el vaso. Cada vez llevaba peor la patología de Delia y su transformación por el calor y el sitio, su desconexión con la realidad, su cambio de prioridades y sus olvidos sometidos a la tiranía del verano anhelado. Tampoco había contribuido volver a ser recriminado por el hecho de que faltaban croquetas cuando James las contaba. Se sentía solo allí en una isla que no era suya en absoluto al no pertenecer a aquella elegida y elitista casta como ella, pero lo peor era no sentirse comprendido por Delia en aquella soledad. Querría haberse ido de allí pero ella le había dejado claro que no le acompañaría. Solo quería recuperar a aquella Delia de la que se enamoró y con la que hacía piruetas por la calle gritando ¡Hop!, pero ella hacía hop ahora con otros así que había acabado adoptando un cangrejo y retirándose a la cueva de la escollera a esperar que Delia volviera de su viaje-sin-moverse-del-sitio.
Pero el desencadenante fue la maldad de la vacaburra y la sensación de mareo, de no pertenecer a aquel momento. Aquel día, el de su iluminación, ya no pudo aguantar más y se levantó en medio de una conversación de parejas. Todo había parecido flotar de manera extraña en el aire desde el principio, como si sus contertulios estuvieran especialmente drogados esa noche. Probablemente era así y estaban todos empastillados dada la panoplia de patologías, síntomas depresivos y ansiedades que se habían expuesto como prólogo por parte de todos los presentes para asombro de Robur. Le daba la impresión que todos ellos hablaban muy despacio, como a cámara lenta, y aquello en Renné ya era rizar el rizo. Había un generalizado empanamiento, una nebulosa que hacía pastosas las voces y más densos los diálogos de lo normal. Ese fue el primer síntoma y quedaría para siempre en su forma de ser con el nuevo tartamudeo que adquirió en homenaje a ello. Llevaba una hora oyendo hablar de herencias ajenas y de a quien le tocaría qué en el reparto cuando alguien muriera. Había contenido en un par de ocasiones las nauseas. No solo es que se hablara de herencias, sino que ni siquiera hablaban de ellos sino de otros y sus futuras posibilidades testamentarias. La vacaburra cotilleaba salvajemente interesada en cada mínimo detalle de las vidas ajenas, su pareja la seguía el juego animándola a seguir despellejando al prójimo mientras miraba de soslayo el escote de Sheila a la que soñaba en secreto fantaseando con sacarla de su frigidez de esposa abandonada a diario de 9 a 2. Sheila a su vez malmetía con ligeros comentarios cargados de veneno y faltos de la más mínima ración de veracidad, pero llenos de "a mi me han dichos" y "he oído ques". La pieza a despiezar ese día era la pobre Mrs Roaldssönn recién divorciada y supuesta amiga de todas las presentes pero que pagaba su ausencia de la conversación de aquella manera. Tras la ponencia testamentaria tocaba el turno a las supuestas infelicidades de los demás para compensar las suyas; alegrías para el cuerpo de la nueva separada, infidelidades fantasmagóricas o reales que a Robur importaban una mierda, obras que su marido no había querido hacer durante su matrimonio y que ahora acometía evidentemente para dar gusto a una supuesta "otra", tierras y propiedades que la sobraban por su noble y antiguo linaje de hidalga estirpe escudo de piedra tallado en el dintel incluido, etc. La arcada le sobrevino a los postres. Ya no aguantó más. Solo había aguantado hasta ese momento por las divertidas anécdotas que contaba la pareja de Rosseanne. Inauguró su nuevo tartamudeo y su nueva etapa vital diciendo:

- Ha-has-ta a-aquí hemos lle-llegado.

Mientras pensaba para llevar mejor la desagradable sensación de sobrar allí que si algún día se decidía a escribir sobre todo aquello alguien nadie le creería.


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- Si ya esto es una casa de locos lo de los Nanssën es para nota -dijo Mulligan resignado-. ¿Te puedes creer que el viejo le ha puesto una denuncia a su mujer por hacer trampas a las cartas?.. ¡Como lo oyes!
- No me lo puedo creer -afirmó el ayudante como si le importara la cuestión.
- Como te lo digo -sentenció-. Voy a volverme completamente demente ¿Pues no dice que estadísticamente es imposible que siempre le gane y que por tanto por pura lógica hay algo raro? ¡Que lo investiguemos dice!
- ¿Esos no eran los que tenían una hija que iba con su marido a comer a su casa todos los días del año?
- Los mismos.

-The million pine island hell-




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