sábado, 4 de noviembre de 2017

ANDRESITO, EL QUE PUNTUABA APARCAMIENTOS


No mucha gente reunía tales cualidades de observación y métrica. Aquel talento especial para la medida objetiva. Esa habilidad innata para el cálculo y la puntuación valorativa. Al menos eso le decía su psiquiatra a Andrés para animarle a que siguiera perseverando en su afición pues esta era inocua y tenía además repercusiones terapeuticas inestimables. La más importante de ellas era que le mantenía entretenido en algo que no hacía daño a nadie.

Andrés salía cada mañana tras desayunar y tomar su medicación y bajaba paseando la cuesta del psiquiatrico donde pasaba las noches. Con una curiosa mezcla de paso firme y paradas improvisadas se dirigía cada día a cumplir la misión que en su cabeza alguien le había reservado en el esquema ordenado del mundo. Sentía que tenía que hacer su parte para que todo aquel sistema entretejido no se convirtiera en caos. Y su aportación era puntuar a los conductores que realizaban las maniobras de aparcamiento en las aceras de su ciudad. De ese modo, armado con su lápiz y su libreta, detenía su paso orgulloso cada vez que a su vera un aparcamiento se producía, sacaba parsimonioso el ajado cuaderno, buscaba la hoja en blanco tras la arrancada de la última anotación, miraba atento el desarrollo de la maniobra y anotaba pulcramente:

"Simca 1200- Matrícula M-4561 de la R. Aparcamiento en batería. Calle Rigoberto Aguado. Como a la altura del número 12 de los pares evidentemente. Calificación: regular. Comentarios: Lento en la maniobra, ha reculado dos veces. Mal el cálculo del ángulo. Hizo esperar a los siguientes".

Luego cortaba delicadamente la nota de su cuaderno con unas pequeñas tijeras de manualidades de punta roma, doblaba esta en dos y se la metía, junto a las demás del día, en el bolsillo superior de su chaqueta, huerfano de pañuelo y elegancia alguna.

Al acabar la jornada, Andrés volvía a su refugio. En el inicio de la cuesta que subía al frenopático local había un buzón. En él depositaba cada atardecer las ocho o nueve notas dobladas que había ido almacenando y eran el fruto de su sentido del deber diario. En su cabeza cumplía con ello una elevada obligación. Desconocía su destino final. Alguien las tendría en cuenta, seguro, para las abstrusas planificaciones incomprensibles para él que los gobiernos debían llevar a cabo para mantener el caos sujeto al orden. A la mañana siguiente Ana, la cartera las recogía mezcladas con las cartas y las tiraba a la papelera. Y así cada día.

Y ya.

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