viernes, 6 de diciembre de 2019

AYER VI CÓMO SE LLEVABAN MIS RECUERDOS


Ayer unos hombres profanaron mi alma y se llevaron un trozo. Sé que es su oficio y que no estaban siendo conscientes de la gravedad de sus actos. Por eso los perdono. Mientras los veía desmontar aquel mueble y llevárselo por el pasillo en tablas que irían a parar al reciclaje sentía desgarrarse algo por dentro. Ellos no se daban cuenta pero para mí aquel estaba siendo un potente símbolo del paso del tiempo, de la vertiginosa velocidad de la vida, de los recuerdos, de los sueños cumplidos y de los que no se cumplieron.

Cambiar la habitación de mis hijos es una muda de piel y la serpiente no añora la vieja, pero yo no podía evitar sentir cómo se iba en el aglomerado de aquellas tablas, como absorbida en los poros de la madera, una parte maravillosa de mi vida; centenares de anocheceres y miles de recuerdos. 

Por el pasillo los operarios se llevaban sin saberlo todos aquellos cuentos que me inventaba cada noche mientras se dormían oyéndome. Y sus personajes. Bajo su brazo, en forma de tornillos y baldas, se iba el indio Manoblanca y aquel pirata cuyo nombre no recuerdo. Desfilaban más de una década de nueves de la noche, cada día sin faltar uno solo en todos esos años, cuando, puntuales, mis dos enanos se acostaban obedientes tras la cena y una vez tumbados gritaban suavemente "¡Papá, Yaaaaa!" para avisarme de que estaban listos para el cuento que tocara y dormir luego. En aquellas tablas se iban una a una las mañanas en que durante casi 15 años hice sus camas a diario, y las "peleas" sobre el colchón, y las madrugadas en que me acurrucaba junto a uno ellos para atenuar las pesadillas con mi presencia hasta que por fin se durmiera y yo amanecía al día siguiente aún acostado a su lado, y el gesto miles de veces repetido de arroparles hasta el bozo y ajustar las mantas a los bordes para abrigarlos, y las fiebres, y los sudores, y las toses, y los malos ratos en las pequeñas enfermedades, y sus caritas adormiladas cuando levantaba la persiana para despertarlos todas las mañanas antes de la guardería o el cole,  y los libros leídos sentado a su lado mientras me escuchaban acostados y se les iban cerrando los ojillos, y aquel recuerdo de una noche en que cerré la puerta para hacer la plena oscuridad en el cuarto y quitarme rápido el jersey de lana para hacer chispas al roce con mi pelo, y su asombro inocente al ver el efecto, y la seguridad de que me necesitaban y me querían como quieren los niños a sus padres, e ir viendo cómo cada día aquel mueble se les iba quedando más pequeño. Como si en lugar de crecer ellos fuera el mueble el que encogiera. Y era a mí a quien se le encogía el alma al verlos tan cerca y a la vez alejarse.

A cambio de dejarme el vacío de una habitación que ahora hacía eco aquellos tipos se llevaban 8762 besos de buenas noches.

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