sábado, 4 de abril de 2020

ELOGIO DEL ELITISMO

La biblioteca que pasó 200 años oculta

“- ¿Te parece divertido?
Sí, claro, y estoy harto de fingir que no lo es.”
-Joker-”

Una de las sensaciones más gratificantes que experimento es la de entender una referencia literaria o cinematográfica. Esa seguridad de pertenecer a un grupo selecto. The few, the Band of brothers que estuvimos aquel día en San Crispín al lado de nuestro rey. Ese orgullo de exclusividad. La de saber que otros la han leído o visto y no han entendido, como tú, lo que el autor ha querido decir. O la de captar en una milésima de segundo un detalle mínimo de una escena o un guiño reservado para iniciados. Saber seguir un verso empezado por otra persona, tener un dialogo sólo construido de citas de películas, disfrutar con las conexiones intertextuales cuando me tropiezo con ellas en nuestro código secreto convertidas en un personaje más de la trama, entender un doble sentido nacido de un libro leído hace años, darte cuenta de algo de lo que la mayoría no se ha percatado en un párrafo, descubrir el secreto oculto entre dos líneas, el por qué de la elección de una determinada cita al principio de un capítulo, el sentido subyacente de una dedicatoria, saberse el truco por pertenecer al gremio, paladear el descubrimiento de la elección de una palabra como el `connaisseaur´ que sabes que eres, sentirte por ello distinto a los profanos, a los´muggles´, saber a quien se refiere un autor cuando escribe para un lector inteligente, o mejor, sentirte durante un momento su cómplice, saber que te está hablando a ti, reconocer un homenaje en forma de escena en una película, a la primera nota una melodía, a la primera frase un buen libro que fue hace décadas mío por un tiempo, al instante un fotograma .. pertenecer a la “cofradía de Nantucket” compuesta por arponeros que somos incapaces de mirar atrás, por lejos que llevemos la mirada, y vernos sin un libro entre las manos y decenas en los estantes. Esos que tenemos la certeza de ser los libros que hemos leído. Y sí, claro que es así. Y estoy harto de fingir que no lo es. Saberse especial por ello es maravilloso. Cada uno es cada quien y baja las escaleras como puede. Cualquier persona es especial por algo o buena en algo. Y yo lo soy por eso.

Y por encima de esa sensación hay otra aún mejor. La de compartirla. 
Igual que hay almas sensibles para el arte que se conmueven en compañía de sus semejantes y se potencian multiplicándose entre sí los talentos mutuamente, a mí me gusta estar entre gente avisada. Sorprenderme de conocer a “uno de los nuestros”, uno nuevo que se incorpora al Club Dumas por compartir mar de referencias, porque ha entendido lo que he querido decir realmente a pesar de haberlo escondido críptico en una expresión privada o una frase ajena hecha mía sin entrecomillarla en la conversación. Porque ha reconocido la escena de la película al oír mi cita y me ha seguido en el dialogo como si le hubiera dado el pie. Y me encanta encontrarme por el camino con cofrades de mi cofradía. Me da la vida tener esos encuentros y esas conversaciones. Cruzarme con otro barco capaz de sostenerme el florete de esa esgrima, compartir con Marlow conversaciones crepusculares y carcajadas sin tener que acabar el chiste.. Es mi mayor placer. Para esos momentos leo y veo cine.

Lo mío me ha costado y todo el mérito es mío. No tengo por qué negármelo. De eso sí puedo enorgullecerme sin falsa humildad. Soy uno de esos adultos que fuimos niños precoces que perdían la noción del tiempo bajo las sábanas con una linterna y un libro hasta caer dormidos agotados a las tres de la mañana. Para quienes Gonzaga y Enrique de Lagardere, Lord Jim, Sheppard, John Silver, Rouletaville, Queequeg, Phileas Fogg, Penélope, Roxanne, Darnay, el abate Faría o Yañez no solo no nos son ajenos sino que viven en nuestros recuerdos. Para quienes viajamos una vez en La Hispaniola, estuvimos encerrados en If, compartimos coy con Ismael, vimos tirar al Támesis el tesoro de Agra, luchamos contra los perros jaros en Seeonee y supimos desde la primera línea quién había matado a Rogelio Ackroyd. Pertenezco a la vieja guardia seleccionada a la que le gusta recrear episodios bélicos sobre una mesa con un buen whisky y la mejor compañía, leer historia, sentir ese especial latido al tocar con mis pies los lugares donde sucedieron las cosas sobre las que he leído, acumular inútiles recuerdos de escenas de miles de películas en mi memoria para nada más que para revivirlas en mi mente cuando quiero o para usarlas de referente cuando algo me las recuerda. Soy el lector compulsivo, el memorizador eidético, al que cada pasaje real le recuerda uno ficticio pueda o no sacar moraleja de aquel. Constante deja vú de algo leído o vivido en la pantalla antes. Ese soy yo. Y estoy encantado de ser así.

Yo estuve allí, con Glorfindel al otro lado del Vado de Bruinen retando a los nueve, y descubrí que cuando nada más nos queda nos queda el nombre desnudo de la rosa, y bucee entre los restos del Unicornio, y fui alumno del profesor Kitting, y vi a Shylock exigir su libra de carne, y cegué al correo del Zar, y formé con la delgada línea roja y luego cargué en Balaklava con los 600, y grabé en mi gramófono las evoluciones esquizofrénicas de un paciente que comía vida en las moscas mientras esperaba la llegada de su amo, y  me enamoré de Pandora Groovesnore, y fui invitado en un castillo en los Cárpatos y naufragué en una isla misteriosa, y detuve la marcha al oír la trompeta de Gunga Din, y reiné, por un tiempo, en Kafiristan, y tuve un amigo al que llamé viernes, y descargué la pistola de Tucco antes del duelo a tres, y asalté un banco tras discutir sobre el significado de Like a Virgin y si teníamos o no que dejar propina, y caí crucificado por aquella cascada, y vi la cara del terror y olí el napalm por la mañana, y vi naves en llamas más allá de Orión. Ese soy yo. El que sentado en un sillón mullido del Reform Club o retrepado en mi sofá del 221-B de Baker Street viví mil vidas

Y como lo dijeron mejor que nadie los maestros a sus palabras me remito:



Todo el mérito es tuyo; tienes mi palabra de honor. Quizá el botín de tan larga campaña -y lo que te queda todavía- no sea lo dorado y brillante que uno espera cuando la inicia, a los doce o trece años, con los ojos fascinados de quien se dispone a la aventura. Pero es un botín, es tuyo, es lo que hay, y es, te lo aseguro, mucho más de lo que la mayor parte de quienes te rodean obtendrán en su miserable y satisfecha vida. Tú has abordado naves más allá de Orión, recuerda. Tienes la mirada de los cien metros, esa que siempre te hará diferente hasta el final. Fuiste, vas, irás, esos cien metros más lejos que los otros; y durante la carrera, hasta que suene el disparo que le ponga fin, habrás sido tú y habrás sido libre, en vez de quedarte de rodillas, cómoda y estúpida, aguardando.

Ahora sabes que todo merece la pena. La larga travesía por ese mundo de méritos numéricos y ausencia de reconocimiento, donde te viste obligada a arrastrar contigo al niño de papá, al tonto del haba, al inútil carne de matadero, con tal de llevar a buen término el trabajo para el que te bastabas en solitario. Has crecido y sabes que las oportunidades no estaban en los otros, sino en ti. Que no había nada malo en aquella chica tímida que se llevaba libros a las horas libres de tutoría; que buscaba la mirada de los profesores inteligentes, no para hacerles la pelota, sino por sentirse cómplice y no estar sola. La jovencita que sobrecargaba la mochila con El guardián entre el centeno o El señor de los anillos, que en la excursión del cole a Madrid prefería ver el Planetario, el Prado o el Reina Sofía a dejarse la garganta en el parque de atracciones. Que se enfrentaba a la hostilidad de compañeros cretinos porque era la única que había leído las Sonatas de Valle-Inclán o sabía quién era Wilkie Collins. Ahora que miras hacia atrás con madurez, comprendes que cada vez que alguien ninguneó tu forma de ser, te insultó, te miró por encima del hombro, no hizo sino precipitar tu aprendizaje y tu lucidez. Tu certeza de ser mejor, más despierta y diferente.

Mírate ahora. Qué lejos estás de tanto borrego y tanto buey. Entras en la edad adulta sin que nadie pueda imponerte una sonrisa falsa cuando el mundo y su estupidez, su envidia, su mezquindad, te hagan fruncir el ceño. Ahora tienes la certeza de que no te equivocaste, y de que la niña callada en el banco del fondo puede ser vengada por la mujer que hoy la recuerda. Sabes ya que puedes ser feliz a tu manera y no a la de otros, con tus libros, con tus películas, con tu familia, con esos amigos que no sabes cuánto tiempo van a durar y por eso aprecias tanto, con la mirada serena que ahora posas a tu alrededor, en la calle, en el trabajo, en la vida. En la muerte. Ahora sabes que la virtud, en el más hondo sentido de la palabra, está en ese aguante de tantos años, cuando cerca estuvieron de convertirte en otra. Comprendes al fin que los malos profesores son un accidente sin demasiada importancia, pues eres tú quien aprende; y la vida, incluso con sus insultos, con sus malvados, con sus tragedias, con sus reglas implacables, la que te enseña. Nadie dijo que fuera fácil.

El otro día fuiste a ver Salvador y saliste del cine asombrada, llorando. No por la película, ni por la suerte del protagonista, sino por la certeza de que los ideales de aquel muchacho ya no tienen sentido, porque ninguno los sustituye ahora, porque la gente de tu edad se divide en dos grandes grupos: una minoría de analfabetos desorientados, pasto de demagogia barata en manos de políticos sin escrúpulos, y una masa inerte cuya única aspiración es salir en Gran Hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la noche; jóvenes con garganta y sin nada que gritar, que se irían por la pata abajo puestos en la piel de Salvador Puig Antich, o a los que, viendo El crimen de Cuenca, la sola visión del garrote vil haría cerrar los ojos con escalofríos en la nuca. Pero tus lágrimas, amiga, demuestran que tienes razón. Que no te equivocaste al amar al conde de Montecristo y al Gabriel Araceli de Galdós, al buscar el secreto genial de un soneto de Borges o Quevedo, al transitar, jugándotela, por los senderos sin carteles luminosos en los pasillos oscuros de la Historia. Al hacer de cada esfuerzo, de cada miedo, de cada desengaño, de cada ilusión y de cada libro, un martillo con el que picar los muros espesos que te rodean.

Y si algún día tienes hijos, intenta que sean como tú. Como esos tipos flacos de los que hablaba Julio César, a la manera de Casio: gente de dormir inquieto, peligrosa y viva. La que quita el sueño a los apoltronados y a los imbéciles.
-A.P-R.-


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