lunes, 13 de septiembre de 2021

ASEPSIA

El ciudadano asistió al concierto de rock. Vestía sus prendas protectoras. Los asientos estaban dispuestos por parejas. Entre cada pareja había un metro y medio de distancia. La medida preceptiva. La burbuja aséptica. Vigilantes armados garantizaban el cumplimiento de las pautas. Azafatas solícitas se movían entre las filas de asientos. En las grandes pantallas el cantante gesticulaba. Nadie más lo hacía. El público sentado disfrutaba tranquilo de la actuación rockera. Nadie hablaba. Nadie se tocaba. Nadie se movía en exceso para respetar la norma de los espacios individualizados. Su disfrute se manifestaba en aprobación moderada. En un momento dado el cantante pidió su colaboración y varios de ellos alzaron sus luces de bolsillo al compás oscilante de los brazos. Sin excesiva emoción.

Tras el concierto salió de manera ordenada y en silencio, como todos los demás asistentes. El grupo se dirigía al embudo que era el acceso cuidando las distancias, evitando tocarse y casi ni siquiera mirarse. No habrían podido reconocerse tras las prendas protectoras. Desde allí fue al puesto cercano de alimentación inmediata. No tenía que tocar la puerta. Se abría sola al detectar su presencia. Las grandes pantallas táctiles alineadas en el interior ofrecían imágenes idealizadas y jugosas de los productos. De entre ellas el ciudadano eligió los que deseaba ingerir. No era necesario el contacto humano. Abonó pasando su tarjeta crediticia sobre la interfaz que le identificó y asumió la deuda generada. Luego ordenadamente esperó en la fila guardando la distancia preceptiva con los comensales anterior y siguiente. Operarios eficaces y callados seleccionaban los productos alimenticios de hileras que se iban llenando de paquetes envueltos según eran producidos. Los alimentos empaquetados caían rodando de alguna parte tras los metálicos estantes. Depositados en bandejas asépticas los técnicos recitaban aburridos números tras una pantalla de plexiglas transparente. El ciudadano se acercó a por su pedido al oír la cifra identificativa que la máquina le había asignado. Luego se dirigió a uno de los cubículos e ingirió los elementos alimenticios empaquetados.

El aviso de la hora de cierre de los establecimientos se oyó por la megafonía, acabó y se dirigió a la salida.

....

Si me lo dicen hace diez años no me lo creo.

Y ya


sábado, 11 de septiembre de 2021

EL COFRE VERTICAL

 

Al contrario que mi padre yo nunca fui un lector empedernido, pero, como hijo único, al fallecer heredé su biblioteca. Por ello durante años nunca la hice caso. Me limité a vivir en aquella casa, mi casa ahora, y a limpiar el polvo de los libros de cuando en cuando. Nunca tuve necesidad de ojearlos o abrirlos. Eran sólo decoración.

Luego a la casa llegó Ana, con quien compartía esa cierta desafección hacia la lectura y las ganas de formar juntos una familia. Así que después vino Andrés, y Jorge más tarde. 

Andrés creció y se hizo un adolescente brillante, inteligente y curioso. Un buen día a sus once años posó la mirada sobre aquella biblioteca de una manera que nunca la había mirado. Yo estaba allí y puedo describir el momento exacto pues me fijé al llamarme la atención su comportamiento. Lentamente se levantó del sofá y se dirigió al mueble en el que descansaban todos aquellos libros desde hacía décadas sin que nadie los tocara salvo para limpiar de polvo sus lomos. Giró la cabeza para leer los títulos, luego alargó su brazo, me miró pidiendo permiso, y al asentir yo, tomó uno de aquellos tomos y se lo llevó donde estaba.

Al cabo de unos minutos su gesto volvió a sorprenderme. Al pasar las páginas de entre ellas recogió algo que había allí. Una pluma brotó entre sus dedos. Una pluma hermosa de pálidos colores. De ella pendía una tarjetita minúscula colgante de un hilo como las usadas para clasificar viejos ejemplares en los museos. Andrés la miraba fascinado y me miró a su vez con una interrogación en los ojos. No sabía qué contestarle. Me aproximé y compartimos durante unos segundos la extrañeza. En la pequeña cartulina se leía por un lado una fecha y en su envés rezaba escrito a mano con letra de hormiga "Este día fui feliz. Mi mejor amigo salió del coma tras el accidente".

La curiosidad quedó en mera anécdota durante unos días. Lo comentamos en la comida y nos olvidamos hasta pasadas las jornadas, cuando Andrés acabó la novela y la dejó en su estante de vuelta dándolo relevo por la siguiente. Porque de las páginas centrales del nuevo libro esta vez cayó algo al suelo al manipularlo. Se trataba de un calendario de 1959. Uno de publicidad de una tienda de pinturas cuyo único espacio en blanco estaba ocupado por la letra de mi padre. "Hoy 23 de abril de 1959 he conocido a la mujer que será mi esposa".

Aquello nos hizo pensar lógicamente que había más de un recuerdo de mi padre en aquellos libros. 

Durante aquel verano la familia adoptó, como hobbie y curiosidad al principio, como pasión luego y como aglutinante familiar emocional finalmente, la sagrada misión de buscar en aquellos cientos de libros cada uno de esos recuerdos. Porque efectivamente en cada libro había al menos uno. A veces era dinero, en ocasiones facturas o tickets, entradas de cine, meras cartulinas, recortes de prensa, billetes de tren, pasajes de avión, postales y cartas,.. Pero en todos ellos, invariablemente, mi padre había escrito un recuerdo feliz que así se había conservado cuidadosamente, casi en secreto, en espera de que Andrés un día descubriera el tesoro. 

Mientras lo hacíamos nos inventamos un juego; Éramos piratas en busca de un tesoro y cada vez que alguno de nosotros encontrábamos un nuevo detalle escondido entre las páginas de uno de los libros cantábamos a voz en grito juntos "Jo, jo, jo.. la botella del ron." Hablábamos con términos marineros de abordajes y garfios. Llegamos a disfrazarnos en alguna ocasión para hacerlo más divertido.

Cuando acabó el verano teníamos ante nosotros, esparcidos por la alfombra del salón, sobre las mesas y el alfeizar de la ventana cientos de aquellos recuerdos. Así nos dimos cuenta de que mi padre había estado haciendo aquello cada día de su vida. Recopilando recuerdos felices a razón de uno diario. No estaban ordenados de ningún modo. No había razón lógica para la distribución por mucho que lo intentáramos entender. No se trataba de los temas, ni de la paginación. No había relación entre la fecha y el tomo en que se había enterrado. Mi padre simplemente había usado sus libros como almacén de recuerdos aleatoriamente. En aquellas páginas había una vida entera. Y había sido una vida feliz a la vista de la gran cantidad de recuerdos hermosos que había ante nuestros ojos. La repasamos juntos durante esos días. Nos emocionamos a menudo sentados en círculo en el suelo rodeados de libros y objetos que ordenábamos cronológicamente tratando de reconstruir sus días, sentimientos y vivencias. Luego, al acabar, con respeto devolvimos cada recuerdo a su página y cada libro a su balda en espera de que en el futuro alguien volviera a paladear el placer que nosotros habíamos sentido abriendo aquel cofre del muerto, aquel baúl del tesoro.

Y ya.



viernes, 10 de septiembre de 2021

EL INTERVALO LÚCIDO

 (Borrador para un cuento)


Basil era un intelectual de la muerte, un estudioso del fin de la existencia y un profesional competente en su trabajo. El Estado le había confiado la honrosa tarea de acabar con los peores criminales y se aprestaba a sus funciones con dedicación. Años atrás, cuando había tenido que salir de su país, había decidido cambiar la grafía de su nombre para hacerlo más cómodo a sus nuevos compañeros de la noche bohemia parisina. De este modo Vasily se convirtió en Basil.

Siempre le había fascinado la forma en que la vida se termina, y de entre todas las cosas que rodean esos momentos especialmente le interesaban las relativos a su duración. Daba por sentado que todo aquello que le habían contado de niño acerca de rápidas ejecuciones sin sufrimiento eran meros eufemismos piadosos para no torturar la mente infantil. Nunca creyó que de verdad su abuelo falleciera sin dolor y de manera inmediata cuando lo fusilaron. Estaba seguro de que esas personas sufrían durante sus últimos momentos en una extraña conciencia doliente de que se estaban yendo para siempre. Con el tiempo trasladó tal pensamiento a todos los moribundos fuera cual fuera la forma de su muerte. Ni los quemados en la hoguera morían antes asfixiados que abrasados, ni quién caía desde una gran altura perdía el conocimiento antes de golpear contra el suelo. Estaba seguro de que sabían lo que les sucedía. Y se preguntaba cuanto duraba ese periodo. Nadie se iba como en las obras de teatro, en la guerra había visto morir a muchos y sabía que era aquel un proceso lento.

Desde que era consciente se venía preguntando cuánto duraban los últimos estertores agónicos de un ahogado y lo que tardaba en dejar de pararse el corazón de un ahorcado. De manera casi obsesiva leía sobre ejecuciones para ilustrarse y mejorar en su oficio. Había sentido especial admiración por la guillotina hasta enterarse de los experimentos del Doctor Beaurieux que demostraron que los reos condenados seguían conscientes durante casi medio minuto desde que era separada del tronco su cabeza.

Y sobre todo se preguntaba por la consciencia en esos segundos finales. ¿Sentirían igual quienes morían? ¿Qué les daría tiempo a pensar en ese tiempo? ¿Era miedo lo que acompañaba a todos ellos al final? ¿Les alcanzaba para despedirse? ¿Para ponerse a bien con su Dios y limpiar sus almas?

Leía ansioso todo lo que sobre el particular caía en sus manos con la piadosa intención de aplicarlo luego en el cadalso con sus clientes. Relatos de pestañeos post mortem, anécdotas y sucedidos más o menos creíbles, macabros o rocambolescos sobre miradas asombrada desde las puertas del más allá a sus verdugos, etcétera.

..continuará.

(Casi dos años después encuentro este texto de Dul Pérez Paredes en Internet que complementa al mío: 

"Ricky tenía el hábito de obsesionarse con mierda de lo más rara. Su última obsesión fue tan jodida que al principio no pude asimilarla. Parece ser que los historiadores omitieron un efecto temporal de la decapitación: después de la separación de su cuerpo, el decapitado puede escuchar, ver, hacer expresiones faciales y comunicarse.

Ricky se obsesionó tanto con ese descubrimiento que investigó a profundidad el fenómeno, citando con frecuencia un estudio hecho con ratones que demostraba que las ratas decapitadas permanecían conscientes por un máximo de cuatro minutos.
La muerte de Ricky fueron los cuatro minutos más desgarradores y extrañamente reveladores de mi vida.
Comenzó el día que llegué a su casa de estilo ranchero. Lo que menos esperaba era que sería el último día de su vida, o nuestro último día juntos. Cuando me condujo a su garaje y me mostró la guillotina improvisada que había construido expertamente, supe que, para Ricky, no había vuelta atrás.
—Tú no tienes que hacer un carajo, ¿okay? Se impulsa cuando jalo esta palanca —La cual jaló, dejando caer la pesada cuchilla diagonal sobre la base semicircular, y desatando una corriente eléctrica fría por mi columna—. Lo único que debes hacer es sentarte y observar.
—Ni mierda.
Me di la vuelta para irme. Cuando estaba en la puerta del garaje, Ricky dijo la única cosa que importaba, y con tanta desolación en su voz, que me congelé.
—No quiero morir solo. Eres la única persona que me queda.
Y tenía razón. Su madre y su padre habían muerto cuando Ricky estaba en la universidad. No tenía hermanos y su fiel sabueso falleció un mes atrás, lo cual significaba que yo realmente era su único amigo.
—Te puedes sentar ahí y… simplemente estar aquí, para no dejarme solo, y luego te puedes ir y nadie lo sabrá.
—¿Y luego qué, Ricky?
—Es simple. Un parpadeo para decir que sí, dos para decir que no. Y, por si acaso, abrir mi boca significa que lo que veo o siento es jodidamente increíble.
Me quedé sin palabras, y la idea de que perdería a mi amigo esa tarde me sobrecogió. Mi cuerpo se estremeció con un dolor profundo que nunca había sentido antes. Luego alcé la mirada y vi que Ricky estaba sonriendo. Estaba feliz.
—Hazme preguntas de sí o no, háblame y pregunta lo que quieras. Esta es una oportunidad muy inusual; es algo que realmente necesito saber. En todos los experimentos que he leído, dicen que tendré hasta cuatro minutos después de la separación, así que pregúntame si me duele, pregúntame si veo una luz blanca o putos ángeles o si sé el secreto de la vida y el universo.
—Ay, Dios, Ricky. ¿Separación? Hombre, esto está mal.
Ricky agachó la mirada y asintió. Luego me vio de nuevo y esta vez había lágrimas en sus ojos, y comprendí que tenía que ayudar a mi amigo, sin importar cuán jodido fuera el asunto.
Nos sentamos por un tiempo en ese garaje antes de la muerte de Ricky. Él había hecho todas las preparaciones. Lo había planeado todo, hasta el lugar en donde aterrizaría su cabeza: en la antigua cama de Rukus, su perro. Rukus, el perro que había sido su único otro amigo.
Ricky arrimaría su cabeza en la guillotina viendo a la derecha, como si estuviera acostado de lado en una cama. Yo me sentaría frente a él para comunicarnos.
—¿Sabes? Mi vida fue mejor por ti. Nunca te lo dije. Me da pena, y no soy bueno para expresar mis emociones, pero haberte conocido desde la escuela hizo que toda la mierda por la que pasé fuera tolerable.
Mis ojos estaban tan llenos de lágrimas que estaba a punto de colapsar, así que no me atreví a contestarle.
Irreal, así se sintió cuando Ricky se arrodilló ante la guillotina, se acostó y giró la cabeza. Acomodó su cabeza gentilmente en la base de su artilugio hogareño. Luego, antes de que pudiera parpadear, la maldita cuchilla diagonal destelló justo cuando Ricky dijo: «Gracias».
Durante unos segundos extraños, la cabeza de mi amigo yacía en la cama de Rukus, y sus ojos abiertos miraban los míos. Ojos no inertes. Mis ojos castaños se entrelazaron con sus muy vivos ojos negros.
Ignoré conscientemente el resto de su cuerpo, pero podía ver periféricamente el sangrado del tronco de su cuello y el centro blanco de su espina dorsal. Mis manos temblaban y me obligué a limitarme a los ojos de Ricky.
—¿Me puedes escuchar?
Ricky parpadeó una vez para decir que sí.
—¿Te duele?
Dos parpadeos rápidos para decir que no.
—¿Me puedes ver?
Un parpadeo rápido.
—¿Ves ángeles o algo por el estilo?
Dos parpadeos.
—¿Se siente raro?
De nuevo, dos parpadeos para decir que no.
Entonces hizo una pausa y su boca se abrió paulatinamente, mostrando sus dientes, y a pesar de que se veía más como la mueca de un mimo, entendí que fuera lo que fuera lo que estaba sintiendo, era algo increíble a lo cual no había que temerle.
—¿O sea que no tienes miedo?
Dos parpadeos, y una vez más, su boca se abrió. Qué alivio.
De pronto, me quedé sin preguntas, pero aún nos comunicábamos. Ricky me veía a los ojos y era reconfortante, se sentía seguro, si es que tiene sentido. Luego los ojos de Ricky se cerraron y me preocupó que fuera el final, que se hubiera ido para siempre. Necesitaba pensar en algo, así que pregunté:
—¿Ya sabes el secreto de la vida?
Esta vez, sus ojos se abrieron más lentamente para parpadear una vez, y juro que su boca se movió como si hubiera tratado de hablar. Me incomodó, sabiendo que el habla no era algo que fuera capaz de hacer con lo que quedaba de su cuerpo, así que me apresuré a mi siguiente pregunta:
—¿Es algo malo? ¿Morir es malo?
Arrastró sus párpados dos veces para decir que no.
Para entonces, ya no tenía más preguntas, porque ya no había preguntas que importaran.
Después de eso, Ricky y yo cruzamos miradas y el tiempo pareció detenerse por nosotros. Hasta que sus ojos se ampliaron súbitamente y miró detrás de mí, y lo vi sonreír. Había algo ahí, algo que él vio que yo no podía ver, y fuera lo que fuera, era bueno.
Pero entonces Ricky hizo algo que no estaba dentro de sus instrucciones. Parpadeó cuatro veces antes de irse por siempre. Así de fácil, Ricky había muerto.
—¿Ricky? ¿Cuatro? ¡Por qué mierda parpadeaste cuatro veces! ¡Ricky!
Había contado cuatro parpadeos distintos, y mierda, nunca explicó que haría eso. Me sentía muy confundido, angustiado y, más que nada, mi corazón estaba roto por mi amigo.
Debí de haberme quedado viéndolo por un largo tiempo, porque cuando me levanté para irme, había oscurecido. Cuando encendí las luces de la cocina, vi un fólder en la repisa que tenía mi nombre.
Adentro estaba el testamento de Ricky y una carta.
«Me arrepiento de que nunca haya podido decirte lo mucho que tu amistad significó para mí. Gracias por haber sido amigo del bicho raro. Te amo. Cuatro parpadeos solo significan eso, te amo».
Ricky me dejó todo a mí: la casa —en donde vivo ahora— y cuatro mil dólares en efectivo. Después de pagar su cremación, mandé la mitad del dinero a un centro residencial para niños abusados y abandonados, y la otra mitad a un refugio local para animales. Fue lo menos que puede hacer por un sujeto cuya vida estuvo plagada de tristeza, y me imaginé que a Ricky le habría gustado."

viernes, 3 de septiembre de 2021

EL SÍNDROME ISMAEL SERRANO

(Ismael Serrano ensayando su cara de hostiable)

Ismael Serrano quería ser Sabina como Sabina quería ser Dylan. Quería ser cantautor, hacer canción protesta, ser poeta de clase..

La diferencia entre ellos (aparte de su manifiesta incapacidad como músico y letrista) es que Sabina y Dylan respondían a la ética de la canción protesta porque surgieron en un momento y lugar en los que tenían motivos sobrados para protestar. Aute cantaba al alba de los fusilados por el franquismo, Serrat retaba al régimen haciéndolo en catalán, Dylan daba banda sonora con voz desgarrada y reconocible a la lucha por los movimientos civiles y a la rebelión contra una guerra injusta en Vietnam, Victor Jara en Chile, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés..

Ismael Serrano sin embargo fue un quiero y no puedo, un remedo trasnochado y sin talento de Joan Baez en tío y de Chamberí. Un cantautor con problemas del primer mundo que como no tenía motivos para la protesta añoraba los de otros en el pasado. Y para hacerlo adoptaba la estética musical (ya que no podía la ética) de la nostalgia pacifista de los 70; Contra Franco se vivía mejor, papá cuéntame otra vez cómo corrías delante de los grises y todo eso.

Hace una década, a la sombra del 15M (que sí tenía motivos para la indignación y la protesta) surgió un movimiento estético a cuyos líderes se les fue la mano con la emoción de sentirse en un Woodstock a la española. Y se lo terminaron creyendo así que apostaron por convertirse en movimiento ético haciéndose agente político. Pero al igual que Ismael Serrano aquello sólo era una pose, un mayo del 68 impostado nostálgico de la primavera del amor, con esa nostalgia de lo que nunca jamás les sucedió tan bien cantada por Sabina (que pronto se distanció de ellos), esa añoranza de lo que no vivieron y les hubiera gustado experimentar solo que con las garantías y derechos actuales, la libertad de expresión de ahora y sin que los grises les pegarán (o al menos no muy fuerte para poder enseñar los cardenales en la reunión del comité de la fácul y presumir ante las chicas de héroes de la revolución).

Dicen hablar por abuelos de los que no se acordaron en vida y que no querrían que hablaran en su nombre (ya lo hicieron ellos cuando tocaba) y menos para volver a enfrentarnos. Para ello nos han dividido entre fachas y ellos, han resucitado a un Franco al que todos teníamos ya olvidado y han hecho bandera y prioridad de cosas tan importantes y urgentes como cambiar los nombres de las calles quitando los de perfectos desconocidos, que gracias a su gestión volvieron a ser recordados. 

Y han hecho todo esto con la crueldad de la juventud. Sin piedad. Sin tener en cuenta las consecuencias. Sin matices ni moderación. A saco. Desde el adanismo dogmático de creerse los liberadores de una sociedad necesitada de salvación, en posesión de una verdad que les asombra no veamos los demás tan clara como ellos. Déspotas ilustrados que se creen que deben sustituirnos paternalmente en nuestra capacidad de decisión dada nuestra ignorancia de cómo son de verdad las cosas, que han traído de nuevo el fanatismo discriminador mediante la falacia de lo correctamente político, la recuperación del inquisidor y el chivato o acosador que todos llevamos dentro, y la eliminación del opositor en las redes a falta de poder echar al mar al divergente que es lo que les gustaría. Y lo que es peor; nos han vuelto a enfrentar y a recuperar las dos españas que tanto nos costó superar. Y a falta de problemas reales, que la transición, el progreso y la socialdemocracia a la europea habían conseguido que sólo fueran recuerdos del pasado, se inventaron otros que hasta su llegada no existían; como la infelicidad por la falta de una república idealizada inexistente, o hacernos hablar un lenguaje absurdo e inventado contra toda lógica, o la opresión de los pueblos gallego, andaluz, vasco o catalán frente al tirano centralista, o la necesidad de criminalizar a los hombres de manera preventiva. 

Por su necesidad estética de sentirse soldados de una guerra de clases que ya no existía, de tener sus propias trincheras guerracivilistas, volvemos a estar enfrentados de nuevo los españoles. Como añoraban carreras ante los grises y gases lacrimógenos han contribuido a hacer el aire irrespirable y han alimentado al gólem del enemigo necesario para justificar su existencia. Ese es el pecado que menos les perdono; por su capricho dieron razón de ser al oponente que sin ellos no hubiera surgido ni existiría.

Dejadnos tranquilos. No le pidáis a papá que os lo cuente otra vez porque si lo hacéis os dirá que él ya no estaba en ese entonces que habéis idealizado, que él ya estaba en una España que se modernizaba a pasos agigantados gracias a haber dado el paso ejemplar de la concordia y al trabajo de los que de verdad sí se la jugaron ante los grises y en la cárcel o peor, no como vosotros que disfrutáis del privilegio de la queja lastimera impostada porque vivís en un estado de derecho que otros (a los que ahora hacéis de menos) construyeron.  

Sois muy pesados.

Y ya.