Al contrario que mi padre yo nunca fui un lector empedernido, pero, como hijo único, al fallecer heredé su biblioteca. Por ello durante años nunca la hice caso. Me limité a vivir en aquella casa, mi casa ahora, y a limpiar el polvo de los libros de cuando en cuando. Nunca tuve necesidad de ojearlos o abrirlos. Eran sólo decoración.
Luego a la casa llegó Ana, con quien compartía esa cierta desafección hacia la lectura y las ganas de formar juntos una familia. Así que después vino Andrés, y Jorge más tarde.
Andrés creció y se hizo un adolescente brillante, inteligente y curioso. Un buen día a sus once años posó la mirada sobre aquella biblioteca de una manera que nunca la había mirado. Yo estaba allí y puedo describir el momento exacto pues me fijé al llamarme la atención su comportamiento. Lentamente se levantó del sofá y se dirigió al mueble en el que descansaban todos aquellos libros desde hacía décadas sin que nadie los tocara salvo para limpiar de polvo sus lomos. Giró la cabeza para leer los títulos, luego alargó su brazo, me miró pidiendo permiso, y al asentir yo, tomó uno de aquellos tomos y se lo llevó donde estaba.
Al cabo de unos minutos su gesto volvió a sorprenderme. Al pasar las páginas de entre ellas recogió algo que había allí. Una pluma brotó entre sus dedos. Una pluma hermosa de pálidos colores. De ella pendía una tarjetita minúscula colgante de un hilo como las usadas para clasificar viejos ejemplares en los museos. Andrés la miraba fascinado y me miró a su vez con una interrogación en los ojos. No sabía qué contestarle. Me aproximé y compartimos durante unos segundos la extrañeza. En la pequeña cartulina se leía por un lado una fecha y en su envés rezaba escrito a mano con letra de hormiga "Este día fui feliz. Mi mejor amigo salió del coma tras el accidente".
La curiosidad quedó en mera anécdota durante unos días. Lo comentamos en la comida y nos olvidamos hasta pasadas las jornadas, cuando Andrés acabó la novela y la dejó en su estante de vuelta dándolo relevo por la siguiente. Porque de las páginas centrales del nuevo libro esta vez cayó algo al suelo al manipularlo. Se trataba de un calendario de 1959. Uno de publicidad de una tienda de pinturas cuyo único espacio en blanco estaba ocupado por la letra de mi padre. "Hoy 23 de abril de 1959 he conocido a la mujer que será mi esposa".
Aquello nos hizo pensar lógicamente que había más de un recuerdo de mi padre en aquellos libros.
Durante aquel verano la familia adoptó, como hobbie y curiosidad al principio, como pasión luego y como aglutinante familiar emocional finalmente, la sagrada misión de buscar en aquellos cientos de libros cada uno de esos recuerdos. Porque efectivamente en cada libro había al menos uno. A veces era dinero, en ocasiones facturas o tickets, entradas de cine, meras cartulinas, recortes de prensa, billetes de tren, pasajes de avión, postales y cartas,.. Pero en todos ellos, invariablemente, mi padre había escrito un recuerdo feliz que así se había conservado cuidadosamente, casi en secreto, en espera de que Andrés un día descubriera el tesoro.
Mientras lo hacíamos nos inventamos un juego; Éramos piratas en busca de un tesoro y cada vez que alguno de nosotros encontrábamos un nuevo detalle escondido entre las páginas de uno de los libros cantábamos a voz en grito juntos "Jo, jo, jo.. la botella del ron." Hablábamos con términos marineros de abordajes y garfios. Llegamos a disfrazarnos en alguna ocasión para hacerlo más divertido.
Cuando acabó el verano teníamos ante nosotros, esparcidos por la alfombra del salón, sobre las mesas y el alfeizar de la ventana cientos de aquellos recuerdos. Así nos dimos cuenta de que mi padre había estado haciendo aquello cada día de su vida. Recopilando recuerdos felices a razón de uno diario. No estaban ordenados de ningún modo. No había razón lógica para la distribución por mucho que lo intentáramos entender. No se trataba de los temas, ni de la paginación. No había relación entre la fecha y el tomo en que se había enterrado. Mi padre simplemente había usado sus libros como almacén de recuerdos aleatoriamente. En aquellas páginas había una vida entera. Y había sido una vida feliz a la vista de la gran cantidad de recuerdos hermosos que había ante nuestros ojos. La repasamos juntos durante esos días. Nos emocionamos a menudo sentados en círculo en el suelo rodeados de libros y objetos que ordenábamos cronológicamente tratando de reconstruir sus días, sentimientos y vivencias. Luego, al acabar, con respeto devolvimos cada recuerdo a su página y cada libro a su balda en espera de que en el futuro alguien volviera a paladear el placer que nosotros habíamos sentido abriendo aquel cofre del muerto, aquel baúl del tesoro.
Y ya.
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