De mi padre heredé el silencio. Un cierto sentido de no necesidad de palabras sobrantes. Una castellana pose ahorrativa de lenguaje hablado. Un horror al vacío pero al revés.
Ni Él ni yo entendimos nunca la barroca recarga del hablar que no era absolutamente imprescindible. “El teléfono está para dar recados”. También mi abuela materna lo decía. Somos reservados. Secos. Callados. Preferimos tragarnos nuestras miserias, problemas y debilidades a mostrarlas en palabras. Introvertidos en una manera masculina. Castellanos y varones. Con todo lo que ello tiene de malo para la fluidez de la comunicación. Eso ha sido siempre motivo de conflicto entre mujeres y hombres. Nos refugiamos en nuestros cómodos silencios. Fue nuestra excusa el pensamiento y la introversión. No queríamos compartir nuestras viriles estancias. Y sin embargo envidiábamos la felicidad indudable de quienes sí se comunicaban con facilidad. Puede que no sea esa la mejor heredad pero es mi patrimonio y soy yo porque soy Él.
De mi padre heredé cierto sentido socrático de la nobleza. De la honradez y de la honestidad. Del deber. De la verdad. De la dignidad cotidiana. Una majestad de bañador de Meyba. Una aristocracia altiva de trono en su sofá. Y no lo aprendí de sus palabras. Nunca hablamos cuando yo crecía. Nunca conversamos a altas horas de la noche, ni tuvimos momentos de intimidad de un padre con su primogénito. Me lo enseñó su cotidiano ejemplo ordinario y diario. De su hacer que a mí, en la crueldad de la juventud, me parecía vulgar y nada extraordinario hasta que descubrí un día, mirándome al espejo y viéndole a Él en mis rasgos y mis arrugas nuevas, toda la hondura que reunía su forma de ser. Y eso lo hizo admirable a mis ojos.
Mi recuerdo de mi padre en mi infancia es levantándose del sillón en el comedor para hacer una consulta en la biblioteca del mueble de la habitación cada vez que tenía una duda. Su regalo fue poner a mi alcance libros. Después supe que en otras casas y con otros niños no era así. Yo creía que todos hacíamos lo mismo: Leer los libros que nuestros padres tenían en sus cuartos de estar.
Y ya.
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