domingo, 2 de marzo de 2025

LA MÁQUINA DE LOS INSTANTES FELICES

 

Después de muchas pruebas Druna por fin había conseguido que su invento funcionara. Había creado una máquina que se alimentaba de momentos felices. Aunque estaba en fase inicial funcionaba muy bien. El siguiente reto en el que tenía que centrarse era el almacenamiento. Su máquina usaba como combustible los instantes de felicidad de las personas pero estos tenían que haber sido recientes para que el recuerdo tuviera la suficiente energía. Había logrado transformar felicidad en potencia, pero los recuerdos se iban con las personas cuando estas morían o se olvidaban de sus memorias alegres así que tenía que darse prisa en alimentar su máquina con ellos antes de que caducaran.

En su investigación Druna se había dado cuenta de la fuerza gigantesca que encerraba la felicidad cuando esta se producía y que esta se concentraba en microunidades llamadas instantes, momentos e incluso periodos. Eran pequeñas explosiones que su scanner detectaba y señalaba en el plano de la ciudad como lucecitas que Druna corría a recoger rápidamente por las calles antes de que se desvanecieran. El premio era alto porque cuando por fin daba con una reciente la energía que desprendía alimentaba la batería de su máquina para varios días. Lo mejor que tenía aquel tipo de nueva energía era que no esquilmaba nada. No necesitaba quitar nada de su felicidad al sujeto, solo aprovechaba la explosión de potencia que esa felicidad producía. De hecho descubrió que compartir con sus pilas humanas, como las llamaba, esos momentos de felicidad a ella misma le producía también minicargas que aprovechaba conectada a su máquina.

Cuando su máquina se descargaba sin visos de una recarga fuerte en un futuro inmediato Druna simplemente se paseaba por los jardines recogiendo minicápsulas en forma de sonrisas maternas, niños cuyos padres soltaban la bici y pedaleaban solos por primera vez y risas cristalinas infantiles. Los jardines con columpios eran una apuesta segura en esos casos. 

Una cuestión la tenía preocupada; cuando las personas fallecían se llevaban tal cantidad de energía en sus recuerdos que lo consideraba un desperdicio energético insoportable. Se decía que debía hacer algo al respecto. No era tolerable esa cantidad de pérdida. Tampoco le parecía justo que la gente se olvidara con  tanta facilidad de lo que le había hecho feliz un día. Aquel era un lucro cesante inaguantable desde el punto de vista potencial.

Se propuso estudiar esa cuestión y probar un par de ideas que le rondaban la cabeza. Mientras tanto, como cada día, con su mochila-batería a la espalda salió aquella mañana a la ciudad a recoger su carga diaria. A las pocas horas, mirando la pantalla vio como una pequeña lucecita se encendía a cuatro manzanas de donde estaba. Se trataba de lo que llamaba una explosión de nivel 7, una de las buenas, así que se apretó las cinchas y corrió hacia allá. Cuando llegó al portal aprovechó un hueco de una vecina que salía en ese momento y atenta a su detector en la mano subió corriendo por las escaleras hasta el cuarto sin esperar que llegara el ascensor por la urgencia de la captura. Ante la puerta llamó con insistencia. Le abrió un vejete en bata. Sin siquiera permitirle reponerse de la sorpresa, Druna le encasquetó en la cabeza el sombrero de absorber felicidad y como un vampiro bueno le chupó la energía de su sonrisa sin quitársela. El abuelete, aun con su cara de felicidad iluminándole el rostro, se sentó exhausto y sorprendido en su sillón. Todavía tenía entre las manos el álbum de fotos de sus nietos que estaba mirando cuando Druna llamó a la puerta. 

Y ya.

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