jueves, 6 de octubre de 2016

EL COLECCIONISTA DE EXTERIORES

Con el pie a tierra solo eran montículos extraños repartidos por el prado. A vista de pájaro se hubiera apreciado claramente la distribución uniforme de los círculos concéntricos en una basta extensión. El coleccionista de exteriores se preguntaba como habría sido ese lugar veinte años antes, cuarenta.. Sabía exactamente como había sido durante tres semanas de abril de 1966. Había visto la escena decenas de veces. Lee Van Cleef dudaba si desenfundar primero, Eli Wallach agitaba sus ojos de rata pasándolos nerviosamente de Clint Eastwood al personaje de Sentencia. Estaba en el cementerio de Sad Hill. Pisaba el mismo círculo que una vez fuera de piedras y hoy estaba comido por la maleza. Aquel era el lugar en que se había rodado la mítica escena del duelo final del bueno, el feo y el malo.
¿Por qué hoy solo crecía el brezo sobre lo que en un día fueron falsas tumbas y no en el resto del terreno? Aquel extraño brote era el que hacía el lugar estéticamente impresionante y misterioso para el observador. Según se llegaba por la pista sin asfaltar se remontaba un alto desde donde aun se apreciaban claramente las formaciones artificiales que a cualquier peregrino curioso le hubieran parecido incomprensibles. Decenas de círculos rojos discontinuos pero ordenados unos dentro de otros sobre el verde seco de la finca. Filas de brezo colorado orientadas hipnóticamente hacia la calva del círculo central. Pero nadie se percataba. Hacía muchos años que ninguna persona se acordaba de aquella curiosa formación. Ningún caminante, ni perdido, pasaba por allí adrede. No había motivo para hacerlo sino era visitar a los falsos enterrados.
Para el coleccionista era un momento solemne y mágico. Su propia magdalena de Proust se le deshacía en la boca con el recuerdo de la adolescencia. Estaba milimétricamente en el mismo punto que una vez pisó Blondie y desde el que disparara al malo venciendo en el mas famoso trielo de la historia del cine. Se arrodilló donde un día excavara Tuco en busca del tesoro perdido. Miró desde el altozano en el que se colocara la cámara que dejara constancia de todo para él y su juventud.
Estaba solo. Completamente solo en el valle. Nadie oía como se reía y hablaba para si mismo, febril, ilusionado, niño de nuevo. Nadie le veía evolucionar por entre los montones de tierra yendo de aquí para allá buscando el ángulo exacto de la toma o repitiendo la frase que el personaje había tenido hacía casi 50 años en ese punto. Aquello tenía mucho de comunión consigo mismo, de reconciliación con el tiempo perdido, pero también era un sacramento de unión con la naturaleza y de ruptura social. Un momento íntimo, mágico y personal que nadie hubiera comprendido. Allí el coleccionista no debía nada a nadie, no tenía obligaciones. Estaba solo entre las montañas, con los buitres sobrevolándole la cabeza. Únicamente acompañado de sus recuerdos felices. Solos él y la montaña, los árboles, el viento, las plantas, el suelo.. Se sentía pleno, vivo, sin prisa.

         Pasó así horas y horas. Simplemente tumbado mirando al cielo. Dejando que fluyera la energía que sentía pasar a través suyo y reintegrase a la tierra bajo su espalda. Ni siquiera cuando llegó el momento de marcharse tiempo después quería irse. No estaba aun harto. El peso de sus sueños no le dejaba levantarse. Era aquel el sitio en que todo sucediera. En que su héroe mascara de lado su cigarro toscano cubierto por el poncho que le convirtió en un icono del western para siempre. Aquel prado abandonado, dejado solo al pastar de las vacas, había estado una vez, durante tres semanas, plagado de técnicos de luz, fotografía, maquilladores, directores de cine famosos y estrellas de Hollywood o que lo serían en breve. Mirando a su alrededor ahora aquello parecía imposible. Estaba en un maldito rincón perdido de la sierra en Burgos. Nada más. Solo había silencio. Normal teniendo en cuenta donde estaba. Aquello era el cementerio de Sad Hill, el único del mundo cuyas tumbas, cientos, quizá miles, jamás estuvieron ocupadas.
La genialidad de Leone le había abrumado siempre que veía la escena, pero ahora, in situ, simplemente le parecía brujería. La ocurrencia de un cementerio de tumbas en hileras concéntricas. Lenguaje cinematográfico en estado puro. ¿Cómo podía haber hecho creíble algo tan estrambótico?. Todo al servicio de la escena del duelo que iba a tener lugar allí. Como en un teatro rodeados de público mortal. Doscientos mil dólares era mucho dinero.. y tenían que ganarlo. Se lo debían a todos los soldados caídos en aquella guerra absurda entre americanos desarrollada en Burgos que ahora les miraban exigiéndoselo desde aquellos túmulos funerarios en derredor. Su público. Aquellas miradas muertas convergían en perfecta arquitectura metafórica y visual en el coso central. Tenían que batirse en duelo al mas puro estilo del oeste americano, pero a la italiana y en España. Tres, no dos. En círculo, no uno frente a otro. Rodeados de montañas y no de saloons ni herrerías. Y el coleccionista estaba allí ahora. Exactamente en el mismo lugar en que todo sucedió, respirando el mismo aire en que resonaron una y otra vez los disparos y las frases hasta la toma definitiva y el corten, de Don Sergio.
La genial banda sonora de Morricone le había acompañado toda la mañana en el valle. Allí dentro. En su cerebro. Mientras corría entra las tumbas como un loco en éxtasis de oro.
¿Cómo habrían dejado el lugar tras el rodaje?. ¿Habrían estado durante años las tumbas intactas siendo solo víctima de los saqueadores de recuerdos cinematográficos de la zona o lo habría recogido y reintegrado a su estado anterior?. Prueba de que no había sido así, al menos del todo, eran las pequeñas montañas de tierra que le rodeaban y ahora servían de parterre ordenado a la naturaleza en aquel jardín concéntrico. Al coleccionista de exteriores le hubiese gustado pensar que al acabar se habían ido. Simplemente. Dejando todo igual que en la escena. Y que así hubiese estado durante años. Y que si en lugar de hacerlo ahora, tantos años después, lo hubiera hecho en su infancia, hubiese podido pasear entre las tumbas abandonadas y pisar aquel suelo de piedras.
Las piedras. Recordó.
En un último acto de homenaje se arrodilló en el suelo para coger una de ellas de recuerdo. En el fondo de su alma infantil deseaba que fuera la misma en que el rubio simulara escribir el nombre de la tumba en la que estaba el tesoro. Su conciencia adulta le despertaba de esa ilusión, pero en un último arranque el niño vencía exigiendo que la que se llevara al menos hubiera podido haber sido. Por ello se entretuvo un poco más en elegirla y buscó una de forma parecida y que estuviera enterrada. Aquel gesto postrero le servía de garantía de que ese trozo de roca llevaba allí mucho tiempo y pudo haber sido pisado realmente por Clint Eastwood durante la escena.
Lentamente abandonó el lugar. Mucho más lentamente hubiera querido hacerlo, pero no había nada mas lento. No quería irse. Volvió varias veces sobre sus pasos. Miró atrás por encima del hombro e incluso se giró repetidas veces deteniéndose a mirar de nuevo tranquilamente. No quería irse se decía en voz alta. Deseaba seguir paladeando aquella sensación un rato más. No abandonar aun el territorio de los recuerdos y de la adolescencia al que aquel día había vuelto. Se sentía anclado al sitio. Subió al coche y arrancó despacio, sin prisa, melancólico pero lleno de satisfacción y gozo. Aun en el regreso, en los metros finales de ascenso del camino por la ladera del valle, se detuvo varias veces más y bajó a despedirse con las fotos finales. Se hacía tarde para el regreso. Su mundo real le esperaba. Miraba por la ventana sabedor de que allí seguiría mucho tiempo más el cementerio de Sad Hill. Y mucho más en el cine y en su memoria. Y de que aquellas montañas que lo habían visto todo estarían allí mucho después de que el se hubiera ido del todo.

Por el retrovisor aun vio varias veces aquel paisaje antes de dar la curva que rompiera finalmente la magia.

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