jueves, 6 de octubre de 2016

HIEROSOLIMA

No se siquiera si estoy vivo mientras escribo esto.
Soy el preferido de Dios. ¿De que otro modo podrían explicarse sino los dones que me han sido regalados?. Estoy en el cielo. Así me lo describieron con detalle quienes sabían interpretar las escrituras reveladas y leer la Su palabra. He de estar muerto por tanto y ser uno de los elegidos.
No es como lo suponía y sin embargo es exactamente como estaba escrito. Ha de serlo. La Jerusalén Celeste, el paraíso, la vida eterna, el Reino de los Cielos ..la resurrección de la muerte y la comunión de los Santos a la diestra de Dios..


Año del señor de 1102. Febrero. En algún lugar de Castilla.

                El frió de las piedras helaba los huesos de los feligreses que salmodiaban la Santa Misa sin entender lo que sus labios pronunciaban en un idioma antiguo que ninguno de ellos entendía. La letanía repetitiva ejercía, como había hecho siempre, un hipnótico influjo tranquilizador de las almas y los cuerpos. Desde la nave izquierda la voz grave de los hombres cerraba respetuosa y breve la oración cantada por las voces del coro. Las mujeres callaban a la derecha.
                Tomás miraba al frente ensimismado. Las reliquias y figuras de retablos y pinturas le fascinaban morbosamente. La mezcla de terror, fervor y fe que le infundían no era casual. Maestros imagineros habían puesto todo su arte al servicio de producir ese efecto en los fieles. Los rostros mudos le hablaban de sumisión y sacrificio desde las paredes y los cuadros oscuros. Le rodeaban escenas de desmembramiento, tortura, sufrimiento, sangre, lágrimas y muerte. Mientras, como un fondo continuo, la voz plana del sacerdote que les daba la espalda en el altar seguía su monótono murmullo ahogado sin importarle si estaban ahí o no. A hurtadillas, como si alguien le estuviera mirando reprobando su falta de atención, miraba de reojo las temblorosas sombras que habitaban las capillas laterales tras las rejas. Los mártires pintados y esculpidos le gritaban su dolor y recriminaban sus dudas. Algunas velas rancias daban vida a sus expresiones torcidas. El techo elevado lejos por las recias columnas hacían aun mas miserable a Tomás en sus pensamientos. Las voces resonaban arriba.
                A su derredor sin embargo las heridas y crueldades eran reales. Su vecino desdentado y piojoso deslizó una sigilosa flatulencia. Fuera, tras las puertas de la Iglesia, se oía la disputa entre los mendigos por el mejor sitio antes de que las hojas se abrieran. Una mano huesuda se clavaba en el hombro de un niño justo ante Tomás en la fila delantera. Desde que la lepra se llevara a su madre todo el pueblo sabía de la espantosa existencia que aquel crío llevaba a rastras de su asqueroso tío. Con suerte moriría pronto de frío como había pasado con su hermana.
                Cuando el oficio finalizó Tomás retomó su existencia. Salió del trance somnoliento al que la celebración litúrgica siempre le arrastraba. El exterior del edificio seguía atrayendo su mirada como lo hacía el interior. Las figuras de músicos en hilera de las jambas, los evangelistas y sus representaciones, las gárgolas.. Desconocía sus nombres, pero sentía como solo sienten los simples. Toda aquella iconografía había sido labrada en piedra por algún maestro cantero que a través de su arte cumplía el mandato divino de atemorizar a los hijos de Dios. De este modo Este podía reinar tranquilo sobre Su redil de mansos. Aquel libro tallado para servir de soporte a enseñanzas sojuzgantes le transmitía intranquilidad y sobrecogimiento. Hacía otro frío fuera. Soplaba aire. Distraído en sus meditaciones fijó su mirada en las llagas purulentas de uno de los mendigos. Aquello no era místico como el dolor de las estatuas. Era cotidiano. Pisó el barro formado en el suelo de las callejas por la tierra, los orines y la nieve.
                La vida era aquello. Nadie había tenido que enseñárselo a ningún Tomás. Aquel conocimiento era fruto de un aprendizaje genético. Nadie enseñaba a las piedras a rodar, gastarse y seguir existiendo siempre. En aquel tiempo no se había inventado aun la felicidad (al menos no para los que eran como él). Ser era vagar por el valle de lágrimas. Sufrir, penar, sacrificarse, obedecer. Esperar a morir con la esperanza de haber ganado el abstracto y confuso concepto de la salvación ¿Qué era el Cielo?¿Cómo se viviría la eternidad?¿Que se sentiría en la muerte a la derecha del Padre?. Habría de preguntarlo. Él nada sabía.
                Tomás se preguntaba cual era la causa de que hubiera tan detalladas descripciones de los niveles del infierno y sus castigos y tan poca concreción sobre el paraíso. Como era que quienes iban a alguno de los dos y luego volvían a contarlo en sus relatos siempre iban al inframundo y nunca les era dado visitar a Dios en sus aposentos divinos y volver de allí para describirlo.
Y él al menos era hombre y no cargaba la pesada losa de tener que servir a su marido además de a su señor ni de soportar las debilidades que Dios había reservado para el padecimiento de las hembras por sus muchos pecados y los de la primera de ellas.
                No eran pensamientos pesimistas ni de aflicción. Aunque hubiera tenido elección Tomás no hubiera sabido ser derrotista, fatalista o simplemente resignado. No tenía otros sentimientos. No había con qué comparar. Había nacido vinculado a la tierra. Propiedad servil de un señor. Bastante era si resultaba útil a alguien con sus brazos y no se cruzaba en el capricho lujoso de un superior que dispusiera de su vida. Un aparcero sencillo que iría apagando su llama durante a lo sumo 40 o 50 años y moriría pobre, gris, sucio y frío. Como había vivido. Y antes que él su padre. Y su abuelo.. Eso si no le mataba antes un salteador o un vecino en una riña.
                El cielo sucio parecía apretar como en la tina la prensa los ollejos. En el cielo las nubes pasaban al igual que a su lado el resto de almas que se gastaban como la suya. Se cubrían con forúnculos, bubas y heridas. La enfermedad y el dolor eran norma. La suciedad. Las bocas rotas y negras. Los impedidos, ciegos y tullidos.. la gente. En una época en la que la mas insignificante caries era la mayor de las torturas y la mas leve herida podía ser causa de la muerte por infección imparable, cobraba su sentido mas literal y nada paradójico la idea de que la diferencia entre la vida y la muerte estaba en la falta de salud. Tomás podía considerarse afortunado. Era fuerte y estaba casi sano. El dolor que le suponía dar cada paso era su carga de sacrificio que ofrecer a Dios. El frió y la artrosis deformaban sus pies gradualmente.
Los detritus y deyecciones alfombraban la senda. Aquel olor acre que se empapaba jugoso en la ropa y que sería insoportable para cualquiera era el aire. La bazofia salpicó a Tomás cuando los cascos de un bruto chapotearon al trote a su lado. Como todos se destocó cabizbajo y humillado al paso del hijo de su amo sin dedicar un segundo a su nueva mancha ni al hedor que la acompañaría durante todo el día.

Aquella noche Tomás seguía pensativo las evoluciones de una polilla alrededor de la llama en su choza hasta que cayó al suelo abrasada por el calor y la luz que la atraía. Las imágenes horribles del día permanecían en su cerebro y le mantenían despierto. Pensó necesario  confesarse cuanto antes en la creencia de que algo malo habría hecho para así sufrir. Aquello le lavaría por dentro. Sin embargo los pobres no se confesaban. El señor del lugar era propietario del tiempo del sacerdote y habría sido impensable cruzar palabra con alguien de otro nivel aunque fuera cura. Para ellos quedaba el eremitorio arriba en el monte donde vivía de la caridad el monje. Mañana tras la faena le visitaría. Él le ayudaría a calmar su alma angustiada.

Cuando despertó encaminó sus doloridos pies a la tarea de sacar terrones del campo. Aun de noche, el invierno se clavaba en su piel arrugada y áspera. No pudo desasosegarse durante toda la jornada ni despegar de sí la aprensión que le atosigaba. Esperaba la llegada de la tarde para subir la ladera del monte a las afueras del pueblo y llamar a la entrada de la caverna que servía al ermitaño de cobijo. Llevaría algo de pan duro robado y escondido entre los pliegues de su ropa y una jarra pequeña de vino rebajado. Aquello podía costarle diez varas sobre la espalda si le descubrían pero con algo habría de pagar al exorcista de sus miedos cuando le abordara. Cuando tras recorrer a oscuras la senda por temor a los bandidos por fin llegó a la entrada de la cueva era de noche.
Contra la fama que se hacían aquel no era huraño ni arisco, sino amable. La larga barba acentuaba la delgadez sarmentosa de lo que se veía de sus brazos y cuello. Tomo suave los alimentos que se le ofrecían acostumbrado al gesto de los pobres. A veces acudían a su vera por consejo o por remedio y se llevaban ambos aun sin que él hiciera nada apenas. Generalmente quien consulta adivinos y exegetas de las escrituras como era su caso traen consigo la solución a sus dudas. Y la llevan en el rostro y la voz para los ojos y oídos entrenados de sus interlocutores. No hubo ceremonia ni liturgia. Tan solo una Biblia abierta por el evangelio de San Juan sobre la que parecía pivotar la cueva.

- ¿Qué nos espera si nos salvamos?¿Cómo es la existencia eterna de los Santos?¿Qué aspecto tienen los cielos? Espetó casi ansioso en cuanto se sentó.

(Continuará)

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