No se siquiera si estoy vivo mientras escribo esto.
Soy el preferido de Dios. ¿De que otro modo podrían
explicarse sino los dones que me han sido regalados?. Estoy en el cielo. Así me
lo describieron con detalle quienes sabían interpretar las escrituras reveladas
y leer la Su palabra. He de estar muerto por tanto y ser uno de los elegidos.
No es como lo suponía y sin embargo es exactamente como
estaba escrito. Ha de serlo. La Jerusalén Celeste, el paraíso, la vida eterna, el Reino de los Cielos ..la resurrección de la muerte y la comunión de los Santos a la diestra de Dios..
Año del señor de 1102. Febrero. En algún lugar de Castilla.
El
frió de las piedras helaba los huesos de los feligreses que salmodiaban la
Santa Misa sin entender lo que sus labios pronunciaban en un idioma antiguo que ninguno de ellos entendía. La letanía repetitiva
ejercía, como había hecho siempre, un hipnótico influjo tranquilizador de las
almas y los cuerpos. Desde la nave izquierda la voz grave de los hombres
cerraba respetuosa y breve la oración cantada por las voces del coro. Las
mujeres callaban a la derecha.
Tomás
miraba al frente ensimismado. Las reliquias y figuras de retablos y pinturas le
fascinaban morbosamente. La mezcla de terror, fervor y fe que le infundían no
era casual. Maestros imagineros habían puesto todo su arte al servicio de
producir ese efecto en los fieles. Los rostros mudos le hablaban de sumisión y
sacrificio desde las paredes y los cuadros oscuros. Le rodeaban escenas de
desmembramiento, tortura, sufrimiento, sangre, lágrimas y muerte. Mientras,
como un fondo continuo, la voz plana del sacerdote que les daba la espalda en
el altar seguía su monótono murmullo ahogado sin importarle si estaban ahí o
no. A hurtadillas, como si alguien le estuviera mirando reprobando su falta de
atención, miraba de reojo las temblorosas sombras que habitaban las capillas
laterales tras las rejas. Los mártires pintados y esculpidos le gritaban su dolor y recriminaban sus
dudas. Algunas velas rancias daban vida a sus expresiones torcidas. El techo
elevado lejos por las recias columnas hacían aun mas miserable a Tomás en sus
pensamientos. Las voces resonaban arriba.
A
su derredor sin embargo las heridas y crueldades eran reales. Su vecino
desdentado y piojoso deslizó una sigilosa flatulencia. Fuera, tras las puertas
de la Iglesia, se oía la disputa entre los mendigos por el mejor sitio antes de
que las hojas se abrieran. Una mano huesuda se clavaba en el hombro de un niño
justo ante Tomás en la fila delantera. Desde que la lepra se llevara a su madre
todo el pueblo sabía de la espantosa existencia que aquel crío llevaba a
rastras de su asqueroso tío. Con suerte moriría pronto de frío como había pasado
con su hermana.
Cuando
el oficio finalizó Tomás retomó su existencia. Salió del trance somnoliento al
que la celebración litúrgica siempre le arrastraba. El exterior del edificio
seguía atrayendo su mirada como lo hacía el interior. Las figuras de músicos en
hilera de las jambas, los evangelistas y sus representaciones, las gárgolas..
Desconocía sus nombres, pero sentía como solo sienten los simples. Toda aquella
iconografía había sido labrada en piedra por algún maestro cantero que a través
de su arte cumplía el mandato divino de atemorizar a los hijos de Dios. De este
modo Este podía reinar tranquilo sobre Su redil de mansos. Aquel libro tallado
para servir de soporte a enseñanzas sojuzgantes le transmitía intranquilidad y
sobrecogimiento. Hacía otro frío fuera. Soplaba aire. Distraído en sus
meditaciones fijó su mirada en las llagas purulentas de uno de los mendigos.
Aquello no era místico como el dolor de las estatuas. Era cotidiano. Pisó el
barro formado en el suelo de las callejas por la tierra, los orines y la nieve.
La
vida era aquello. Nadie había tenido que enseñárselo a ningún Tomás. Aquel
conocimiento era fruto de un aprendizaje genético. Nadie enseñaba a las piedras
a rodar, gastarse y seguir existiendo siempre. En aquel tiempo no se había
inventado aun la felicidad (al menos no para los que eran como él). Ser era
vagar por el valle de lágrimas. Sufrir, penar, sacrificarse, obedecer. Esperar
a morir con la esperanza de haber ganado el abstracto y confuso concepto de la
salvación ¿Qué era el Cielo?¿Cómo se viviría la eternidad?¿Que se sentiría en
la muerte a la derecha del Padre?. Habría de preguntarlo. Él nada sabía.
Tomás
se preguntaba cual era la causa de que hubiera tan detalladas descripciones de
los niveles del infierno y sus castigos y tan poca concreción sobre el paraíso.
Como era que quienes iban a alguno de los dos y luego volvían a contarlo en sus
relatos siempre iban al inframundo y nunca les era dado visitar a Dios en sus
aposentos divinos y volver de allí para describirlo.
Y él al menos
era hombre y no cargaba la pesada losa de tener que servir a su marido además
de a su señor ni de soportar las debilidades que Dios había reservado para el
padecimiento de las hembras por sus muchos pecados y los de la primera de
ellas.
No
eran pensamientos pesimistas ni de aflicción. Aunque hubiera tenido elección
Tomás no hubiera sabido ser derrotista, fatalista o simplemente resignado. No
tenía otros sentimientos. No había con qué comparar. Había nacido vinculado a
la tierra. Propiedad servil de un señor. Bastante era si resultaba útil a
alguien con sus brazos y no se cruzaba en el capricho lujoso de un superior que
dispusiera de su vida. Un aparcero sencillo que iría apagando su llama durante
a lo sumo 40 o 50 años y moriría pobre, gris, sucio y frío. Como había vivido.
Y antes que él su padre. Y su abuelo.. Eso si no le mataba antes un salteador o
un vecino en una riña.
El
cielo sucio parecía apretar como en la tina la prensa los ollejos. En el cielo
las nubes pasaban al igual que a su lado el resto de almas que se gastaban como
la suya. Se cubrían con forúnculos, bubas y heridas. La enfermedad y el dolor
eran norma. La suciedad. Las bocas rotas y negras. Los impedidos, ciegos y
tullidos.. la gente. En una época en la que la mas insignificante caries era la
mayor de las torturas y la mas leve herida podía ser causa de la muerte por
infección imparable, cobraba su sentido mas literal y nada paradójico la idea
de que la diferencia entre la vida y la muerte estaba en la falta de salud.
Tomás podía considerarse afortunado. Era fuerte y estaba casi sano. El dolor
que le suponía dar cada paso era su carga de sacrificio que ofrecer a Dios. El
frió y la artrosis deformaban sus pies gradualmente.
Los detritus y
deyecciones alfombraban la senda. Aquel olor acre que se empapaba jugoso en la
ropa y que sería insoportable para cualquiera era el aire. La bazofia salpicó a
Tomás cuando los cascos de un bruto chapotearon al trote a su lado. Como todos
se destocó cabizbajo y humillado al paso del hijo de su amo sin dedicar un
segundo a su nueva mancha ni al hedor que la acompañaría durante todo el día.
Aquella noche
Tomás seguía pensativo las evoluciones de una polilla alrededor de la llama en
su choza hasta que cayó al suelo abrasada por el calor y la luz que la atraía.
Las imágenes horribles del día permanecían en su cerebro y le mantenían
despierto. Pensó necesario confesarse
cuanto antes en la creencia de que algo malo habría hecho para así sufrir.
Aquello le lavaría por dentro. Sin embargo los pobres no se confesaban. El
señor del lugar era propietario del tiempo del sacerdote y habría sido
impensable cruzar palabra con alguien de otro nivel aunque fuera cura. Para
ellos quedaba el eremitorio arriba en el monte donde vivía de la caridad el
monje. Mañana tras la faena le visitaría. Él le ayudaría a calmar su alma
angustiada.
Cuando
despertó encaminó sus doloridos pies a la tarea de sacar terrones del campo.
Aun de noche, el invierno se clavaba en su piel arrugada y áspera. No pudo
desasosegarse durante toda la jornada ni despegar de sí la aprensión que le
atosigaba. Esperaba la llegada de la tarde para subir la ladera del monte a las
afueras del pueblo y llamar a la entrada de la caverna que servía al ermitaño
de cobijo. Llevaría algo de pan duro robado y escondido entre los pliegues de
su ropa y una jarra pequeña de vino rebajado. Aquello podía costarle diez varas
sobre la espalda si le descubrían pero con algo habría de pagar al exorcista de
sus miedos cuando le abordara. Cuando tras recorrer a oscuras la senda por
temor a los bandidos por fin llegó a la entrada de la cueva era de noche.
Contra la fama
que se hacían aquel no era huraño ni arisco, sino amable. La larga barba
acentuaba la delgadez sarmentosa de lo que se veía de sus brazos y cuello. Tomo
suave los alimentos que se le ofrecían acostumbrado al gesto de los pobres. A
veces acudían a su vera por consejo o por remedio y se llevaban ambos aun sin
que él hiciera nada apenas. Generalmente quien consulta adivinos y exegetas de
las escrituras como era su caso traen consigo la solución a sus dudas. Y la
llevan en el rostro y la voz para los ojos y oídos entrenados de sus
interlocutores. No hubo ceremonia ni liturgia. Tan solo una Biblia abierta por
el evangelio de San Juan sobre la que parecía pivotar la cueva.
- ¿Qué nos
espera si nos salvamos?¿Cómo es la existencia eterna de los Santos?¿Qué aspecto
tienen los cielos? Espetó casi ansioso en cuanto se sentó.
(Continuará)
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