jueves, 6 de octubre de 2016

LA AVENTURA DEL OTRO

Es evidente que las vidas de unas personas se cruzan con las de otras. Que los destinos de algunos están decididos por pequeños gestos que otros llevan a cabo. Y esto es mas claro entre padres e hijos. Cuando Samuel compraba aquellos libros, sin saberlo estaba tejiendo los hilos mas importantes de la vida de Lucas. 
Samuel era un frustrado viajero, un aventurero que nunca fue. Leía las páginas de los relatos de viajes que otros habían hecho como sintiendo que se lo debía a sí mismo. Si no podía vivir aquellas aventuras en su piel al menos lo haría en los recuerdos de quienes las vivieron por él. Sin embargo para Lucas siempre estuvieron ahí. Desde su infancia. En los estantes de la biblioteca de su padre. Le acompañaron mientras crecía. Como paisajes ordinarios que nunca le fueron extraños. Como retos accesibles que nunca dudó se pudieran alcanzar si se los proponía. Al fin y al cabo otros lo habían hecho antes que él. La vida de Lucas pagó de algún modo la deuda que Samuel había contraído con sus sueños. En cierto sentido el éxito del hijo lo fue del padre. Siempre se había conformado con vivir a través de la vida de otros sus utopías por lo que el hecho de que su hijo fuera el medio para alcanzar todos aquellos puertos y todas aquellas cimas era mejor que nada. Desde que Samuel compró aquel primer libro y lo dejó al alcance del adolescente que no conocía límites y del inmortal joven que Lucas se sabía, de alguna manera estaba decidiendo, sin proponerselo, cómo iba a ser la vida de su hijo

Lucas nunca se casó. Aquella vida sin posibilidad de previsión, antelaciones ni compromisos que había elegido, creyendo que libremente, se lo impedía. Ninguno de los héroes de los libros de su padre tenía vínculos demasiado estables ni duraderos. Nadie puede alcanzar el grado de compromiso que exigía la aventura y el matrimonio al mismo tiempo. Siempre creyó que había sido libre al hacer aquella elección pero desde que su padre dejó el primero de aquellos libros en un estante accesible para él estaba predestinado.
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El agua mecía suavemente la quilla del velero. El sol se ocultaba perezoso tras la línea del recto horizonte de un azul oscuro inmenso. Lo que sentía por la gata de ojos grises con la que compartía sus viajes era lo mas parecido al afecto hacia alguien que conocía. Aquella vida exigía una gran dosis de egoísmo y desapego. Esa egolatría que solo se perdona a los genios y a los seres a los que envidiamos y que resulta insoportable en nadie más. Lucas podía hacer amigos hasta en el infierno. El truco era no involucrarse sentimentalmente demasiado con nadie. Como aquella vez en Kenia en un viaje en moto cuando hizo el amor apasionadamente con una compatriota cuyo camino se cruzó con el suyo y al día siguiente se fue sin despedirse. No solo no hubo reproche alguno. Mantuvieron comunicación por carta durante años.
Aquel atardecer se decidió por un swing de Duke Ellington para dar banda sonora al momento. Maridaba bien con la lectura de cartas de navegación y la biografía que esos días estaba leyendo.

La promesa que un día le hizo a Samuel se había convertido en un modo de vida. El día en que, un mes después de la muerte de su madre tras una leucemia, tomó su resolución de no desperdiciar ni un solo segundo de su existencia. Escribió una nota de despedida a su padre. Aquella noche antes de partir por la mañana la dejó sobre la mesa para no tener otra cosa que hacer al levantarse salvo coger su mochila y cerrar la puerta sin hacer ruido. Cuando iba a salir encontró otra en su lugar: “Escríbeme cada día. Cuéntame cada vida que vivas. Descríbeme cada atardecer y cada lugar”. Cogió el bolígrafo y garabateó a oscuras “Prometido”.

           Desde entonces solo habían vuelto a verse esporádicamente. Hacía diez años de aquella nota. Y sin embargo Lucas cumplió su palabra. Al principio eran cartas que acumulaba para mandar juntas cuando llegaba a un puerto civilizado. Luego el correo electrónico vino en su auxilio y la comunicación se hizo fluida. 
Sin embargo no era un dialogo entre padre e hijo. Era el diario de un navegante, de un viajero, que era leído con fruición por un soñador envidioso. Samuel solo respondía en ocasiones con frases cortas y directas. “Ten cuidado”. Era consciente de que el hombre que escribía aquellas líneas no necesitaba ya sus consejos y eso le llenaba de orgullo.
Aquel estilo epistolar y constante sirvió a Lucas para abrir un blog que mantenía diariamente estuviera donde estuviera. Tuvo éxito. Aparecieron los primeros patrocinadores que colgaban en él su publicidad. Con el tiempo una revista de aventuras y viajes, de esas que a su padre tanto gustaban y él siempre había criticado, le hizo una oferta interesante para costear algunos de sus gastos en ruta. Aquello, junto a varios mecenazgos directos en forma de equipo y al austero modo de vida que suponía viajar como él lo hacía, se convirtió en profesión. A cambio de mencionar disimuladamente en sus artículos cierto nuevo modelo de linterna o un tejido innovador contra la lluvia, las millas iban quedando a su espalda. Poner en segundo plano en una foto de un camarote atestado de objetos en desorden, una lata de conservas con la etiqueta bien orientada hacia la cámara, era un sacrificio que estaba dispuesto a hacer para poder seguir siendo quien era.

Esta vez el puerto era americano Una pequeña cala en la que fondear en las costas de El Salvador. La excusa, una ruta por las antiguas islas de los piratas, era un encargo para una publicación inglesa. Aún le gustaba su Leika pero había tenido que rendirse a la era digital por lo que usaba aquella para las que llamaba “mis miradas” y la Nikkon para el trabajo. Hizo un par de tomas típicas del atardecer naranja contra las palmeras al contraluz y apretando un par de teclas de su ordenador las mandó junto al texto del día a una redacción que estaba a miles de kilómetros de allí. Le importaba un bledo si era de día o de noche en cualquier otro lugar o si en ese momento un becario mecánico y frío imprimía el texto para dárselo a alguien a corregir o dormía el sueño de los justos en la nube hasta que al día siguiente alguien lo abriera. Ya ni pensaba en esas cosas como hacía años atrás. Su rostro moreno y avejentado por el sol y el aire, como cuero, parecía decir que todo le importaba poco. Solo los ojillos marrones tras el rasgo entornado de quien ha mirado mucho hacia si mismo en la soledad, seguían dando vida a aquel gesto. 
El agua golpeaba rítmicamente la nave manteniendo con su chapoteo el movimiento. Había echado el ancla a dos millas de tierra donde los bajíos no aparecían en distinto color destacados en su carta. Se cocinó una cena frugal y se tumbó a leer. En la duermevela del cansancio del día y con el ronroneo del jazz bajo de los bafles le invadió el sopor. Dos horas después se despertó agitado por un mal sueño y por el vaivén del balandro. Golpeó con la cabeza con el puente. Era alto como su padre y eso nunca fue lo mejor para vivir en lugares tan reducidos. Se había desatado una pequeña tormenta tropical y la lluvia arreciaba contra el cable y la cubierta. Aseguró sin dar mas importancia todos los objetos que pudo y cerró las escotillas sabiendo que la noche sería movida. Hacía dos días que no consultaba la previsión. Imperdonable.
Al día siguiente revisó para comprobar posibles necesidades de reparación y todo parecía en su sitio salvo una pieza de la radio que se había roto. Se dispuso a bajar a tierra para comprar el repuesto y el agua potable que se iba acabando. Soltó para ello los cabos de la zodiac que arrastraba a popa y saltó a bordo arrancando el motor fueraborda mientras dirigía el timón hacia la costa.
Durante el corto recorrido se preguntó qué era. Sabia que los hombres tendían a clasificar a los demás por sus profesiones.  Él nunca había tenido clara cual era la suya. A veces se sentía un vividor, un cuentista, un fraude que engañaba a todos para seguir viviendo su sueño. En ocasiones se había sentido tentado de llamarse escritor, pero sabía que no podía hacerlo por respeto a los que sí lo eran. Tampoco era periodista aunque se ganara la vida con lo que le pagaban por lo que escribía. Reflejaba en soporte digital imágenes y eso de algún modo le convertía en fotógrafo pero no se sentía artista. Para él la cámara era solo un mecanismo de expresión. Una herramienta de trabajo. No se veía como un creador. Hubo un tiempo en que cubrió un par de conflictos bélicos con las notas que mandaba. Le habían encontrado cerca y era el único suficientemente próximo y destacado en la zona como para desaprovecharlo por parte de algunos periódicos para los que a veces hacía una colaboraciones freelance ¿Le convertía eso en reportero de guerra? Había conducido camiones de transporte, tripulado barcos mercantes, talado árboles y cocinado para otros. Era consciente de que había sido manipulado por al menos dos servicios de inteligencia de países distintos, incluido el suyo, en su busca de información local sobre estados en situación conflictiva. Eso no le convertía en espía. En una ciudad de Arabia el conserje del hotel había informado a la prensa local de que en su establecimiento esos días se hospedaba un “aventurero” europeo. ¿Era eso lo que era?  Acababa por caer en el tópico de llamarse a sí mismo viajero. Era un profesional, un vagabundo competente, un trotamundos automóvil, alguien que mercadeaba con su existencia y sus recuerdos, que había decidido buscar su propia Ítaca y necesitaba dinero para seguir en el camino así que iba vendiendo sus puertos, sus montañas, sus valles,.. sus recuerdos. Concluyó que era algún tipo de mercenario de los instantes. Una prostituta de sus propios kilómetros.

 Amarró la lancha con un cabo a tierra en el mismo punto donde tocó. Hizo para ello ese ademán de marino que a los profanos nos parece tan inseguro, rodeando simplemente con la cuerda el primer objeto fijo que halló. Con su saco al hombro se dirigió hacia la zona de cabañas portuarias donde estaba la poca gente que había. Tras negociar el precio del recambio que le faltaba en una lonja del puerto hizo tiempo hasta que se lo trajeron haciendo acopio de tabaco y de agua. Subió a bordo de la zodiac lo comprado y hasta allí llegó un mulato tuerto en bicicleta a traerle la pieza convenida. Le soltó una moneda para que cambiase sus sandalias rotas por otras y viró poniendo proa hacia su barco. Una vez allí consultó la previsión para el día siguiente.

Como no se sentía inspirado para escribir en ese momento se tumbó en su coy abriendo la escotilla para que el humo de su tabaco tuviera tiro. Alargó la mano para tomar su cuaderno de notas. No era un diario. Carecía de estructura ni orden. Se trataba de una sucesión de apuntes sin más criterio que evitar olvidar las ideas que le iban surgiendo en cada instante. En aquellas líneas se recordó a sí mismo un año antes sobre una moto por las carreteras de Escocia. Había viajado sin prisa disfrutando la lluvia y el frío que le hacían sentir vivo. Recordaba las focas frente a Dunvegan y la botella de Talisker con que se había dado un homenaje en Drummnadrohitt sentado en las piedras negras mientas el lago Ness le lamía los pies. Tenía una gran memoria para los olores y los sabores. Casi tanto como mala la que tenía para los nombres de las personas. Sin embargo se acordaba de Adam. Debía a su aparición en su vida estar ahora en un barco en el Caribe. Tras conocerse en la noche de Edimburgo Adam le había robado la moto dejándosela a la puerta de su hotel un día más tarde. “Me gusta” decía la nota que dejó para él en recepción. Dos noches, siete whiskies, un puñetazo y doce tugurios mas tarde ya eran de la misma sangre. Adam le habló de su trabajo. Años atrás había escrito una guía turística de alojamientos curiosos para adinerados británicos. Ahora, tras hacer algunas colaboraciones esporádicas con publicaciones de prestigio en el mundillo, había dado el salto a la auto edición y publicaba su propia revista. Manejaba los fondos de una donación particular que tenían como condición estar dedicados a la investigación en materia de geografía. La albacea testamentaria y administradora de la fundación era una escocesa pecosa y desgarbada llamada Ann. Acostarse con ella no era un precio desagradable para sacar su revista adelante. Ella disimulaba ante el patronato el posible desajuste entre una pequeña revista de viajes y la pomposa investigación a que los fondos debían estar destinados. Su padre era presidente de este órgano y también era consciente de que estaba pagando un precio mirando para otro lado a cambio de la felicidad de su hija.

(Continuará)


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