lunes, 14 de diciembre de 2020

LA MEDIDA DEL TIEMPO

Hubo un tiempo en que el tiempo no existía. Eras enteras cuyos días no tenían divisiones. Hoy precisamos ser precisos. Damos por hecho saber la hora con exactitud sin que, valga la redundancia, la valoremos en su medida. Hubo un tiempo en que cuantificar el tiempo no era imprescindible, ni necesario siquiera. Nuestros tatarabuelos solo necesitaban saber si era de día o de noche y en qué punto del cielo estaba el sol para hacerse una idea de lo cerca que estaba de acabar una jornada que moría con la luz. Luego necesitamos una dimensión e inventamos las horas y las pusimos nombres. Y tuvimos tercias, y sextas, y nonas, y vísperas.. y seguimos su sombra en los muros y tocamos las campanas para hacer saber a los hombres en qué momento del día estaban y cuándo debían dejar unas obligaciones para cumplir otras. Y los navegantes necesitaron el segundo para sus mediciones pues ya no les bastaban las ampolletas para ser exactos y conocer el punto concreto en que se hundían en el mar con sus sextantes y horizontes. Y alguien colgó dos piedras y las hizo péndulo generando un movimiento que tardaba en morir y permitía a la máquina decirnos el instante. Pero era enorme y no podía llevarse en los barcos ni cabía en los bolsillos de nuestros chalecos ni menos portarse en las muñecas así que encerramos al tiempo en cárceles de cronómetros y torres como antes habíamos hecho con la extraña aguja china que flotaba en el agua mirando siempre al mismo lugar desconocido y lejano, y a la luz que trataba de escapar y sólo podía girar asomada a los acantilados.
Y empezamos a oír algo que hasta ese instante nunca había tenido sonido propio, y el tic-tac acompasó nuestros momentos, y a esclavizarnos con mantener su latido dándole cuerda, y un día vestimos el tiempo y lo amarramos a pequeñas cadenas y lo llevamos encima en nuestros trajes encerrado en cajas mágicas para las que había magos llamados relojeros. Eran capaces de hablar el lenguaje de lo minúsculo y de entender los mecanismos y engranajes misteriosos. Y decían palabras maravillosas como minutero.
Y entonces necesitamos saber qué hora era. Y requerimos de la precisión. Y la exactitud fue obligatoria. Y mirábamos nuestras muñecas para saber cuándo existíamos. Y lo hacíamos a menudo. Muchas veces cada día.
Y dejamos atrás la infancia en la que nunca importaba el tiempo. Y nos dirigimos sin mirar atrás hacia ese punto donde ya nunca más lo hay. Porque olvidamos que hubo un tiempo en que no era necesario que hubiera tiempo.

Y ya.

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