(O de cómo tal vez el arma del diablo ha sido la comodidad)
Un día parecerá ciencia ficción que allá a finales de los ochenta y principio de los noventa la sociedad occidental estaba tan acomodada y aprendida de la lección de la guerra fría y las guerras mundiales que la mera idea de vivir en carne propia alguna vez un conflicto armado era impensable ya, y que nuestros ejércitos por suerte jamás tendrían que aplicar sus entrenamientos. Que la libertad era la bandera de la felicidad y se respiraba en el aire, en la creación, en la expresión. Que el estado del bienestar era una realidad de la que ya no cabía marcha atrás en Europa y que solo restaban pasos de progreso hacia adelante en la dirección del pleno empleo y las coberturas sociales y sanitarias totales. Que cada generación iba a ser más rica y feliz que la anterior como ya era tendencia desde hacía décadas, y mejor preparada, y más alta y guapa. Que el entendimiento entre las naciones era un hecho y un día seríamos una sola Europa como parecía claro. Que el hambre era un fantasma perteneciente a otros mundos y épocas. Que la religión estaba quedando por completo al margen de la vida política y en general de lo público. Dimos por superadas viejas trincheras. Asumimos con la naturalidad indiscutible y evidente que éramos iguales hombres y mujeres. Que la sanidad pública universal y el derecho a la educación pública estaban consolidados y garantizados sin la intervención de la esfera privada. Que el Rey era alguien que no podía delinquir. Que se hizo una transición modélica que los países miraban con envidia.
Sedados por nuestros problemas de primer mundo no vimos venir a los pobres que querían, lógicamente, algo de nuestra riqueza, ni previmos las consecuencias que tendría. Solo vimos las ventajas del capitalismo y tachamos toda crítica al sistema como fracasada y de modelos superados. No concebimos que el fanatismo religioso alcanzara tales cotas de maldad, de influencia y de daño. No supimos ver lo que internet arrastraba de malo junto a todo lo bueno que traía. No creímos a los alarmistas que anunciaban que el planeta se resentía, ni, adormecidos, reconocimos los síntomas del populismo. Y menos fuimos capaces de prever un contagio mundial que provoca todo el daño imaginable. Dejamos que nos lideraran los menos capaces y los más interesados.
Y no solo aceptamos el sectarismo como pauta social inevitable sino que nos subimos a ese caballo con furia de converso. Y la intolerancia se acurrucó en nuestras sociedades y la dejamos un rincón en nuestras almas. Y olvidamos los valores en los que creyeron nuestros antepasados por caducos y anticuados, cuando fueron la salvaguarda del mundo durante años.
Y por todo ello hoy tenemos miedo de dar nuestras opiniones y la libertad (en general pero la de expresión especialmente) se ve amenazada por una continua autocensura vigilante para no molestar al credo dominante y políticamente correcto, y a la legión de censores encastillados en su dogma. Y hoy solo estamos "casi seguros" de que no veremos una guerra, y no tanto lo estamos de que no la vean nuestros hijos. No tenemos garantías de no ver hambre en nuestro entorno. La nación que durante medio siglo fue la más poderosa del mundo ha sido atacada en su territorio y partidarios de los candidatos a presidentes van armados por las calles. Todo un fiscal ha dado por probado que nuestro rey delinquió gravemente durante su periodo. No está garantizada la atención médica ni la jubilación (un gobierno "progresista" legisla para que trabajemos más años).
Lo que sí lo está es que la generación de mis hijos será más pobre e infeliz que la mía.
Mea culpa.
Y ya.
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